Cultura, espiritualismo y creencias

Juan Pablo II: La huella – John Paul II: The Footprint

El siguiente texto es un extracto del libro Juan Pablo II – La huella (ISBN: 9781646998692) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Jean Poggi, Philippe Olivier, et al, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.

Prólogo

Juan Pablo II, combatiente de la paz

Podemos aplicar este título «ecuménico» a una de las más grandes personalidades de nuestro tiempo: el papa Juan Pablo II, «atleta» de Dios, confesor de la fe. Este deportista del alma y del cuerpo ha batido varias marcas:

— mayor comunicador popular de todos los tiempos;

— papa con el pontificado más largo del siglo XX;

— Sumo Pontífice que ha concentrado a más de cuatro millones de personas en Manila en 1995;

— más viajero que todos sus predecesores. Y podríamos continuar:

— iniciador de la principal reunión ecuménica celebrada en 1986 en Asís;

— papa del mayor jubileo con 40 millones de peregrinos reunidos en Roma.

Pero, sobre todo, su combate contra el sufrimiento, la enfermedad y el peso de la edad ha emocionado y fascinado a los pueblos y a la juventud del mundo entero, hasta suscitar un sentimiento de amor. Como tantos pontífices hicieron antes que él, Juan Pablo II ha demostrado que la paz en el mundo no es sólo una cuestión de tolerancia, aunque sea activa, sino una apuesta por la fe hasta sus últimas consecuencias.

La fe que hacía decir a San Pablo scio cui credidi («estoy seguro de Aquel en el que he creído»), Cristo, que dio testimonio no sólo con sus palabras sino también con su propio ser: el Camino, la Verdad y la Vida. Como pocos pontífices antes que él, Juan Pablo II ha tenido ocasión de anunciar la buena nueva al mundo entero, convertido en aldea global por el in cesante desarrollo de las tecnologías.

Así, ha proclamado el mismo kerigma, mensaje inscrito en las letras del término ictys (en griego, «pez») que figura en las catacumbas, punto de referencia de los primeros cristianos: «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador». A diferencia de sus predecesores, Juan Pablo II ha tenido la oportunidad y la humildad de arrepentirse frente al mundo entero, en nombre de la Iglesia, de los pasos en falso que esta ha dado en su laborioso recorrido por el tiempo.

Este hecho tuvo lugar ante el muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Después de dos mil años de andadura resultaba oportuno reconocer las faltas que han marcado este camino religioso pero humano, que es en esencia universal, en el sentido etimológico de universo: «hacia la unidad». Una forma de avanzar hacia la unidad pasa, en primer lugar, por definirse, en el sentido principal del término, es decir, confesar la propia identidad, que es también confesar el propio amor.

Este es el único modo de conciliar certeza y verdad en la paz y el respeto hacia los demás, que también tienen derecho a manifestar su testimonio de amor. Los romanos, inventores de la Bibliotheca pacis, lo habían comprendido a su modo, auspiciando así el más largo periodo de «pacificación» mundial —la pax romana— y organizando una administración basada en el respeto de los textos fundadores y, en la medida de lo posible en aquella época, de los sueños y creencias de cada pueblo.

A la pregunta fundamental sobre el sentido de la vida, pregunta que nos une a todos por encima de cualquier diferencia y cuya única respuesta posible según las religiones monoteístas no es la filosófica de si existe algo o no, sino si existe Alguien que nos ame o no, Juan Pablo II ha dado una respuesta. Se piense lo que se piense de sus afirmaciones, hay algo que no se le puede negar: su total devoción a Cristo y su respeto por todos los demás. «Respeto» en el sentido etimológico del término, el de respicere, «mirar las cosas de frente».

Más allá de las razones, incluso de las razones del corazón, se encuentra la fuerza de la razón y, sencillamente, el coraje (cuya raíz lingüística proviene de corazón). No se puede «entrar en el camino de la esperanza» sin atreverse a decir sí a la vida ni tener el coraje de amar. Respeto y amor que jamás van el uno sin el otro, que exigen el esfuerzo (studium, decían los latinos) de mantenerlos unidos. Difícil mezcla en un clima de renuncia en el que el imperialismo cultural y el culto a los extremos parecen haber encontrado nuevos caldos de cultivo, a menudo contradictorios, como el ascenso de los integrismos o un sincretismo espiritual a la carta.

El camino de Juan Pablo II, que este libro describe desde su inicio, es decir, desde su nacimiento, hasta la actualidad, es un camino difícil que se aleja, pese a haberlas conmocionado, de las ideologías de izquierdas y derechas. Es la estrecha vía que existe entre lo real y lo ideal, entre el cuerpo y el espíritu, manteniendo siempre la fidelidad a Alguien.

Fidelidad que no le ha impedido abrazar con ternura a los niños y a las gentes que espontáneamente se echan en sus brazos, e incluso sobrevivir a un atentado, un hecho único en la historia del papado. Todo lo demás deriva de ello: desde el descubrimiento de su vocación hasta su apogeo en el balcón central de la basílica de San Pedro del Vaticano; como joven sacerdote y profesor, primero, obispo y cardenal, posteriormente, y, por último, dinámico papa. Pocos hombres han expresado tanta confianza en el ser humano, en su razón, en su imaginación, en su capacidad de ser solidario con los otros hombres, respetando todos los paradigmas de la existencia.

Con paso firme, Juan Pablo II ha atravesado el siglo XX sin flaquear ante la desconfianza que existe frente a las instituciones religiosas, el abandono de las prácticas espirituales, el perdurable complejo anticatólico romano, la decepción frente a un progreso lleno de peligros, la desesperanza instalada tanto en las capas sociales menos favorecidas como entre los intelectuales que buscan puntos de referencia… Toda la vida de Juan Pablo II es la resonancia del mensaje del día de su elección, eco perpetuado de un refrán bíblico: «No tengáis miedo».

Es la condición sine qua non de la paz, pero no de la paz que puede dar el mundo, sino la de Cristo, basada en la firme creencia de que es posible matar el cuerpo, pero jamás el espíritu y, por lo tanto, a la persona con la promesa de convertirse en Una con Cristo en Dios. Como resumen de este recorrido por la biografía de Juan Pablo II de nuevo podemos citar las palabras de San Pablo: «Ya no soy yo quien vive, sino Cristo, que vive en mí». Imitar a Cristo —cuya naturaleza humana unida a la divina, sin confusión ni separación, le constituye en mediador universal— es ser pontífice en el sentido etimológico del término: aquel que actúa de puente, de enlace entre Dios y los seres humanos, de vínculo entre una persona y otra, entre una generación y otra.

Y en el caso de Juan Pablo II ¡entre un milenio y otro! Ser pontífice también es saber distinguir y realizar «la tarea» que Cristo dejó a todos sus discípulos y, en particular, la confiada a uno de ellos, a quien mandó guiar a todos los demás. Como el buen pastor, Juan Pablo II es el «conductor» de nuestro tiempo, aquel que está siempre en primera línea, dando pasos a lo largo de un camino sembrado de obstáculos en busca de mejores pastos.

Y entonces cayeron barreras y muros enteros, y cambió la cara del mundo. Hablamos de paso en el mismo sentido del pascua hebreo (sacrificio por la inmunidad de un pueblo), pero también en el sentido cristiano: el encuentro de un amor que no es sólo un sentimiento enriquecedor o narcisista, según la enseñanza freudiana, sino también, y en primer lugar, el valor de ser uno mismo dándose por completo al otro.

Es, además, esperanza de resurrección. Así, Cristo es nuestra Pascua, el paso erigido en persona, la imagen de todo progreso «genético » de la persona, un hecho de amor y para el amor. A lo largo de este recorrido progresivo, Juan Pablo II ha sido un guía infatigable e infalible; lo cual le ha servido para dar la imagen de una juventud eterna, atrayendo a las multitudes y, sobre todo, a los jóvenes del mundo entero, a quienes, sin embargo, pide los esfuerzos más difíciles. Y este progreso queda impreso entonces en una huella soberana. Lo queramos o no, todo hombre es la marca de un paso, un libro del que se enriquece la biblia («biblioteca») del mundo…

No sólo palabras sino texto único, escritura sagrada, huella significativa… A causa del momento histórico en el que ha vivido (entre dos milenios), de sus viajes por todo el mundo y su carácter, de su personalidad y su enseñanza, puede decirse que la huella del papa Juan Pablo II es universal. Pero toda huella es también un misterio que nos interroga sobre el sentido de la vida, sobre el sentido sin más. En un mundo que avanza a marchas forzadas, la huella de Juan Pablo II constituye también un misterio que nos interroga y, al mismo tiempo, una esperanza y un testimonio poderosos: es posible un camino de progreso hacia el amor y la paz.

Una Historia Particular

La infancia de un niño polaco

Wadowice

La vida del papa Juan Pablo II, que nació el 18 de mayo de 1920 en Wadowice (Polonia), es una verdadera novela. Wadowice es una pequeña ciudad polaca con menos de diez mil habitantes. Está bañada por el río Skawa y situada a 50 km de Cracovia. Disfruta de un importante aura cultural desde el siglo XIX por ser la sede de actividades literarias y teatrales.

Por otra parte, Wadowice posee una parroquia, la iglesia de Santa María, que es no sólo el lugar donde se celebran las misas dominicales sino también el escenario de numerosas manifestaciones religiosas, el punto de encuentro de sus habitantes. En su baptisterio se encuentra una reproducción de la Virgen negra, pintura que —se dice— realizó San Lucas en la misma madera de la mesa que pertenecía a la Sagrada Familia. A unos kilómetros de allí se alza el monasterio de los carmelitas, la orden más austera de la Iglesia católica.

Más lejos, a unos diez kilómetros en dirección a Cracovia, está Kalwaria Zebrzydowska, uno de los principales centros de peregrinación polacos, un lugar célebre por su calvario y muy frecuentado por los católicos, llegados desde lo más recóndito de Polonia para asistir a la representación de la Pasión que se celebra durante la Semana Santa y que es interpretada por actores y voluntarios de la región. Esta representación se ha convertido en un ritual casi nacional.

Nieto de un sastre

Karol Joszef Wojtyla, el futuro papa Juan Pablo II, creció en esta atmósfera particular en medio de un gran fervor católico. Su padre, Karol Wojtyla, antiguo suboficial del 56.o regimiento del ejército austrohúngaro, procedía de una familia modesta (el abuelo de Karol Joszef Wojtyla era sastre). Su madre, Emilia Kaczorowska, hija de un curtidor, pasó ocho años estudiando con las Hermanas de la Misericordia1. Los Wojtyla tuvieron tres hijos: Edmund, que nació en agosto de 1906, una hija que murió prematuramente en 1918 y Karol Joszef, que nació el 18 de mayo de 1920 y fue bautizado por el padre Franciszek Zak, en la iglesia de Santa María. Su padre le dio su propio nombre, Karol, y el de Joszef en recuerdo del monarca de los Habsburgo, porque había servido durante su reinado.

Le llamaban Lolek

El pequeño Karol Joszef, a quien sus padres llamaban familiarmente Lolek, era un hermoso bebé mofletudo. Los habitantes de Wadowice cuentan aún hoy que Emilia, su madre, lo paseaba por la ciudad en su landó declarando a sus vecinos: «¡Ya verán cómo mi Lolek será algún día un gran hombre!». Emilia Wojtyla, hábil bordadora, realizaba pequeñas labores para contribuir al mantenimiento de la familia. En 1926, Karol Joszef, que tiene seis años, entra en la escuela elemental de Wadowice situada en el segundo piso de un edificio administrativo de la plaza del Mercado.

Se trata de una escuela con dificultades para albergar hasta sesenta alumnos en algunas clases. El futuro papa aprende allí polaco, matemáticas, religión, dibujo y canto, además de prácticos trabajos manuales. Lolek es un niño inteligente, aplicado y estudioso, y muy apreciado por sus compañeros. Karol Joszef es fuerte y robusto. De los seis a los nueve años, con su amigo de infancia Jurek Kluger, nada en el Skawa durante los cálidos días de verano y se desliza sobre su superficie helada en invierno.

Con otros niños de su edad realiza excursiones a pie y practica el fútbol, que es su deporte preferido. Se cuenta que, en aquella época, sus compañeros le llamaban «Lolek, el portero», y que el cura de Santa María murmuraba contra él porque utilizaba el muro de su parroquia como red. Había numerosos niños judíos en su equipo ya que, de los aproximadamente ocho mil habitantes que tenía Wadowice, dos mil eran judíos2. Así, Lolek se vió inmerso desde su más tierna infancia en el diálogo interreligioso, aun cuando el lenguaje usado fuese el del fútbol…

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