
Más allá de la vida – Beyond life
El siguiente texto es un extracto del libro Más allá de la vida (ISBN: 9781639199143) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Lucia Pavesi, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.
Introducción
Cuando me propusieron escribir un libro sobre este tema, acepté con entusiasmo por varios motivos, el primero de los cuales es una experiencia de pre-muerte personal y directa que viví hace años, como consecuencia de un accidente de coche. Por esta razón me interesé en este tema, en un intento de encontrar una explicación de lo que me había ocurrido. Tras haberme documentado sobre el asunto mediante la consulta de literatura científica y de otras fuentes, sentí el deseo de proseguir mis investigaciones contactando con otros «resucitados », con los que podría intercambiar impresiones. Al ser socióloga y no médico, he otorgado mayor privilegio en mis estudios al aspecto humano frente al puramente clínico.
El mayor problema que se derivaba de los testimonios recogidos era la insistencia en el aspecto de marginación padecido por los «resucitados» que accedían a explicar sus experiencias. Es realmente difícil, sobre todo para los occidentales, aceptar que puedan producirse ciertas experiencias extraordinarias, hasta el punto de que quien las ha vivido decide no volver a hablar del tema para evitar la humillación de ser tratado como un enajenado.
Afortunadamente, y a pesar de todo, hoy día son cada vez más numerosos los estudiosos de todo el mundo que, liberados de los prejuicios cientifistas del pasado, desarrollan investigaciones rigurosas en este campo. De ahí procede el segundo motivo que me empuja a redactar este libro, que pretende ser un grano de arena en la montaña de quienes, en nuestro propio país, empiezan por fin a interesarse seriamente en el fenómeno.
Los testimonios compilados en la primera parte del volumen han sido seleccionados entre todos los demás por su contenido particularmente significativo y explicativo de la experiencia de pre-muerte. Debo precisar que, por expreso deseo de los interesados, los nombres, fechas y lugares auténticos han sido sustituidos para evitar cualquier posible identificación.
Diez Testimonios
La Historia De Silvia

El algodón gris que me envolvía la cabeza iba adelgazándose, mientras recuperaba lentamente la conciencia de mi cuerpo. Luces frías y azulosas, como puntas de agujas incandescentes penetrando a través de las gasas que me cubrían los párpados, me herían los ojos de manera insoportable.
Olores desagradables y extraños llegaban hasta mi olfato todavía adormecido, mientras ruidos amortiguados y desconocidos penetraban por mis pobres tímpanos. Con una curiosidad creciente, me preguntaba qué estaba sucediendo y qué infierno terrible estaba viviendo. Los agudos dolores que notaba por todo el cuerpo me daban la certeza de que todo aquello era real, pero ¿qué era?
No sé durante cuánto tiempo traté de ordenar las ideas y hallar una respuesta adecuada que pudiera explicarme dónde estaba, qué me ocurría y, sobre todo, quiénes eran las personas que me rodeaban.
¿A mí? ¿Era realmente yo aquel amasijo dolorido y masacrado que permanecía tendido en aquella cama estrecha y fría? Apelando a las pocas fuerzas que conservaba y apurando una energía que no sé de dónde pude sacar, conseguí escuchar algunos fragmentos de conversaciones:
«… Traigan en seguida más sangre…»
«… Rápido, control de presión…»
«… La respiración se ha alterado… La presión está descendiendo… Su pulso es muy débil… ¡Paro cardíaco!»
No logré oír nada más, porque de pronto pude escuchar un único sonido fuerte y agudo, parecido a un trueno que se acercase, y me sentí rodeada de la oscuridad más absoluta.
Me sentí absorbida por un remolino de aire caliente: ya no sentía miedo; al contrario, tenía una sensación excitante muy similar a la que sentí a los ocho años, cuando por primera vez mi hermano me había llevado al «castillo de las brujas» del parque de atracciones. Gradualmente, las tinieblas se aclararon y pude percibir una Luz dorada y suave que me envolvió, haciéndome sentir segura y protegida como si estuviera en el vientre materno.
Ya no sentía dolor, ni aturdimiento, ni curiosidad; sólo una sensación de gran paz y amor: la parte más íntima de mí me había abandonado, como si no hubiese podido soportar el tormento que sufría mi cuerpo herido. Me dejé llevar por aquella nueva sensación tan agradable y me sentí flotando en aquel vacío iluminado, observando desde arriba lo que sucedía en lo que pude reconocer como una sala de reanimación.
Podía ver aparatos llenos de tubos, muchas luces rojas, azules y verdes, así como carritos con medicamentos y desinfectantes; sin embargo, me sorprendió especialmente un gran reloj blanco que pendía de la pared frente a mi cama: la aguja más corta señalaba las tres y la más larga apuntaba al cuatro.
Podía distinguir a mi alrededor a los médicos y enfermeras, con la cara seria y preocupada mientras manipulaban con pericia las máquinas más extrañas para tratar de mantener con vida un cuerpo del que la vida parecía haberse ausentado. Yo les veía aplicarme, con gestos desenvueltos, unos extraños discos metálicos sobre el pecho, en el cual mi corazón parecía haber dejado de latir. En ese momento, me sorprendía particularmente mi propio cuerpo, que se sacudía de manera grotesca cada vez que aquellos discos emitían descargas eléctricas.
Otros médicos, congregados alrededor de mi cabeza, trataban de suturar y taponar las numerosas heridas que desfiguraban lo que poco antes había sido mi cara. Ahora, al relatarlo, me parece una paradoja haberme divertido viendo el cuidado con que se afanaban en aquella operación, sin conseguir localizar la verdadera fuente de la hemorragia que estaba matándome.
Habría querido ayudarles y decirles que me desgarraran la ropa que todavía llevaba puesta, que ocultaba una profunda incisión de la arteria humoral. Traté con todas mis fuerzas de hacerles señas, de entrar de alguna manera en contacto con ellos: intenté alargar las manos, pero todo era en vano, pues no podían verme ni oírme.
De todos modos, debo reconocer que renuncié pronto a seguir intentándolo: me sentía tan bien que no tenía ganas de involucrarme en aquella vorágine extraña e incomprensible. No puedo cuantificar de manera precisa el tiempo en que seguí flotando en aquella habitación. En cierto momento, me vi bajando de la cama, caminar sobre el linóleo cálido, abrir la puerta y salir al largo pasillo iluminado por una anónima luz de neón.
Había dos bancos de frío metal apoyados contra la pared y una mesa de escritorio, tras la cual vi a una enfermera de pelo gris. Al llegar a la puerta de salida del hospital, me sentí arrastrada por una fuerza desconocida muy, muy lejos: así empezó para mí un increíble y extraordinario viaje. Al principio, me cruzaba con una multitud de gente desconocida que me sonreía.
Sus rostros estaban impregnados de serenidad, y caminaban cogidos de la mano por un hermoso prado florido. Aunque quería pararme a hablar con ellos, no podía detenerme. De pronto, a través de una nube de luz más intensa, apareció la cara dulce y querida de mi abuela. Entonces, al sentirme libre, corrí a abrazarme con ella, como hacía cuando era pequeña cada vez que venía a visitarnos. Aunque hacía diez años que estaba muerta, tenía el mismo aspecto y me trataba con idéntico amor.
La abracé y le pedí que me permitiera estar siempre con ella: me sentía en paz como nunca me había sentido antes, y no quería volver a sufrir. Mi abuela me sonrió y, empujándome con una firmeza afectuosa, me dijo que no podíamos permanecer juntas: ciertos quehaceres estaban esperándome y tenía que solucionarlos cuanto antes. Sentí entonces que el remolino caliente volvía a absorberme hacia atrás y me devolvía al punto de partida.
Estaba de nuevo suspendida a unos treinta centímetros de mi cuerpo tendido y podía percibir la barahúnda que se había formado alrededor de mi cama. Médicos y enfermeras se intercambiaban miradas de complicidad, sacudiendo la cabeza con pesimismo. Uno de ellos, en particular, atrajo mi atención: era el más joven y con su enorme complexión destacaba de los demás.
Aun así, llevaba una horrible corbata con flores amarillas. En ese momento, pude percibir, de manera inequívoca, las siguientes palabras:
«… Es inútil seguir insistiendo; no hay esperanza; apagad el respirador.»
Sentí una desesperación infinita y una rabia feroz: ¡todavía estaba viva, quer’a estarlo! Aquel cuerpo masacrado y dolorido ya no me era en absoluto desconocido: ¡era yo! Sabía que no estaba muerta, puesto que me lo había dicho mi abuela: ahora ya no sentía el deseo de morir, sino que estaba dispuesta a soportarlo todo para recuperarme. Pero, ¿qué podía hacer? A esas alturas, estaban alejándose todos. Sólo «mi médico» se había quedado junto a mí.
No sé cómo, logré mover lentamente la muñeca de la mano derecha, y después me precipité en el vacío absoluto. Como después me contó mi padre, la mañana de aquel día ingresé en el hospital de Milán mejor equipado para realizar las intervenciones quirúrgicas que, en el estado en que me hallaba, eran precisas. Allí fui sometida a numerosas y delicadísimas operaciones para arreglar los terribles daños que había sufrido mi rostro, así como el brazo.
Estuve en coma durante un mes, y al despertar me vi rodeada de caras desconocidas que me estudiaban con ansia y temor. Desgraciadamente, el trauma craneal me había provocado una amnesia total: no recordaba quién era y no podía reconocer a mis seres queridos. Transcurrieron varias semanas de vacío total antes de que pudiera comprender que había sufrido un grave accidente de coche que había estado a punto de costarme la vida.
La policía me informó que a las 23.46 h del 16 de agosto, mi coche había sido embestido por un camión que me había sacado de la carretera. Traté con dificultades de recordar cómo se habían sucedido los hechos, pero el esfuerzo me provocaba una migraña que me impedía continuar. Aun así, quería saber porque en el fondo de mi mente alterada tenía la sensación de haber vivido algo muy importante.
Pero, ¿qué? Poco a poco, gracias a los cuidados que me dispensaron, me venían a la mente algunas escenas de lo ocurrido. Pude ver una larga y monótona carretera gris, asolada por un fuerte temporal, y creí escuchar el terrible ruido de metales que colisionaban, tan violento y vívido que se me hizo un nudo en la garganta. Pero mis recuerdos cesaban aquí.
Tuve una convalecencia larga y muy dolorosa, pero no era el miedo a la medicación lo que me quitaba el sueño, sino el infierno terrible y sin rostro en el que caía cada noche, normalmente a la misma hora: las tres y veinte. Por muchos tranquilizantes y somníferos que me administraran, me despertaba a aquella hora empapada de sudor, con la clara sensación de haber sido enterrada viva. Traté de hablar de ello con los médicos y mi familia; pedí la ayuda de mis amigos, pero todos me contestaban: «Es consecuencia del shock que has sufrido.
No debes pensar en ello y verás como desaparecerá con el paso del tiempo. Ten paciencia y trata de olvidar.» Acepté el consejo, me abstuve de volver a comentarlo y traté de no pensar en ello. De manera extraña, me sentía más permisiva y condescendiente: realmente, había experimentado una gran transformación respecto a cómo era antes del accidente. Hasta entonces había vivido en la convicción de que me bastaba con tener un cuerpo bonito, una cara fotogénica y una buena educación para comerme el mundo.
Nunca me había privado de nada: mis padres me habían querido con todo el alma y estaba un poco malcriada, tratando de despejar de mi camino todos los obstáculos que pudiera encontrar; la buena suerte había hecho el resto. En un instante, mi vida me había pasado factura y la verdad es que era muy cara. Me resultó muy duro aceptar la cara que me reflejaba el espejo.
Había cambiado mucho, y no sólo en los rasgos: era sobre todo la expresión de los ojos lo que más me desconcertaba. Además de los signos del sufrimiento, percibía en ellos una serenidad y una determinación para mí desconocidas. Me sentía confundida e insegura, dado que mi estado físico me imponía un nuevo estilo de vida, pero al mismo tiempo nacía en mí una voluntad más fuerte y madura. Los acontecimientos de mi vida me empezaron a aparecer bajo una luz inédita y descubrí valores más auténticos y concretos: lentamente se produjeron cambios profundos y radicales en mi personalidad.
Había llegado el momento de acabar con mi vida disipada, que siempre había transcurrido eludiendo las responsabilidades. Decidí terminar los estudios que había abandonado por puro capricho, y empecé a acariciar el sueño de casarme para formar mi propia familia. Mi nueva forma de vivir desconcertó a mis amigos. Rotas las relaciones con la mayoría de las amistades sofisticadas del pasado, empecé a salir con personas que sabían reír, llorar y vivir sin necesidad de apariencias ilusorias.
Mis padres me observaban con aire intrigado y, aunque me querían mucho y me apreciaban, les costó mucho adaptarse a mi nuevo modo de pensar y de actuar. Era distinta, me sentía más feliz y más libre. Y aun así, no estaba completamente tranquila: en el fondo de mí misma, advertía una incertidumbre sin nombre, algo que me faltaba, una disonancia que alteraba la armonía de mi nueva existencia, un no sé qué escondido que debía descubrir tarde o temprano.
Mis infiernos debían guardar alguna explicación; aquellas extrañas sensaciones tenían que albergar un sentido, y decidí resolver el enigma a despecho de los que querían que, por mi propio bien, dejara de atormentarme. Recompuse el puzzle un año y medio más tarde. En junio de 1977, unos amigos me invitaron a pasar las vacaciones en su granja de las montañas de Fidenza. Una tarde fuimos a bailar a un elegante local de la zona.
Me sentía particularmente a gusto y estaba decidida a divertirme, a pesar de la constante sensación de vacío que me golpeaba. En cierto momento de la velada, me presentaron a un joven de complexión fuerte cuyo aspecto me resultaba familiar. Me asaltaron múltiples sensaciones contradictorias: los latidos de mi corazón se habían acelerado y oía extraños ruidos en mi cabeza, parecidos a un enjambre de abejas enloquecido. Olvidando cualquier protocolo de educación, monopolicé la atención del joven y le aturdí con mis insistentes preguntas.
Me dijo que era un médico ortopédico que trabajaba en el hospital de Parma. Para satisfacer mis preguntas embarazosas, me habló de ciertos episodios dolorosos en los que había estado presente, especialmente durante su período de internado en la sala de urgencias. Le escuchaba absorta, pero no lograba explicarme cuál era el auténtico motivo de mi curiosidad.
Me sentía desdoblada: una parte de mí tenía sed de aquellas historias poco edificantes, mientras que la otra trataba en vano de apagar aquel fuego de preguntas inoportunas, dado el momento y el lugar. Llegados a cierto punto, le pedí que me llevara a dar una vuelta en su coche. No puedo describir su expresión de stupor cuando oyó mi propuesta, que a sus oídos tuvo que parecer como una orden. «¿Te importaría llevarme al hospital de Parma?
¡Tengo que ir allí en seguida!» Eran las dos y media de la madrugada, mi estado de salud era inmejorable, pero se dejó convencer con facilidad. «Lo hice sólo porque tenías el aspecto demudado. ¡No parecías la misma persona!», me confesó tiempo después. Y, en efecto, estaba cambiada: me sentía invadida por una agitación irrefrenable y por la clara sensación de que, finalmente, había encontrado la parte que faltaba de mis recuerdos, la parte que me faltaba a mí misma, la causa de mis infiernos. Cuando bajé del coche, entré con decisión en el hospital, que no conocŠa y que no podŠa haber visto jamvs. Sin dudarlo, recorrí el pasillo que conducía a la sala de reanimación y, de pronto, volvieron a mi memoria todos los detalles de aquella trágica noche del 16 de agosto de 1975.
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