
Pequeño manual para abuelos – Small manual for grandparents
El siguiente texto es un extracto del libro Pequeño manual para abuelos(ISBN: 9781683256601) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Etienne Choppy y Hélène Lotthé-Covo, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.
Convertirse en abuelos
Todas las personas están llamadas a seguir la cadena generacional, y cuando los jóvenes adultos tienen la valentía de tentar la suerte y formar una pareja, sus padres sienten alegría pero también inquietud. Ellos se convertirán en abuelos y saben que el asunto está fuera de su control. La mayoría aceptan con gusto la situación sin poder precisar exactamente el papel que se les pide que tengan. Un esfuerzo de la memoria les permitirá reencontrarse a sí mismos a la luz de los recuerdos de este momento creador de su vida: el nacimiento de su primer hijo.
Deben acordarse del comportamiento de sus padres y de sus suegros. De cómo se enfadaban cuando estos trataban de usurparles su papel de padres con el pretexto de ayudarles o bien cuando nunca se mostraban dispuestos a ayudarles más que los días en que hubieran preferido estar los tres juntos. De la autoridad excesiva de la madre que lo dirigía todo con la excusa de que su hija no carecía de experiencia. También deben acordarse de los momentos de alegría compartidos con sus padres y de lo que había hecho posible aquella armonía. Es en este regreso a ellos mismos donde encontrarán los mejores consejos.
El papel de los abuelos no es el de los padres. Ellos pueden ayudar sin pretender sustituirlos, conscientes de que su rol es secundario en relación con el que ejercen sus hijos. Un buen entendimiento entre ellos es indispensable para establecer una relación fructífera con sus nietos. Saber imponerse límites es darse la oportunidad de poder ocupar la totalidad del lugar que les corresponde.
Una nueva aventura a la vista
Los pechos enormes que se curvan hasta la cintura, el vientre redondeado que domina las caderas, ausencia de brazos, las piernas cargadas que terminan en punta…, su forma nos recuerda a la de una peonza. Su cabeza de piña no tiene rostro. Es bella y monstruosa. Es la Venus de Willendorf, y tiene cerca de veinticinco mil años. Los arqueólogos, al llamarla Venus, fueron fieles a la tradición antigua que hizo de esta diosa un principio de amor y fecundidad. Venus, madre de Cupido, es por encima de todo la progenitora universal.
El propósito de cualquier ser vivo sobre la faz de la tierra es reproducirse, perpetuar su especie. El hombre no escapa a esta norma. También es el único «animal» que tiene conciencia de las leyes que rigen su comportamiento y tiene el poder de hablar: es un ser con cultura. Las representaciones realistas o simbólicas de la procreación las encontramos en todas las latitudes y épocas. Es el gran tema de toda la vida. Las culturas lo revisten con infinitud de justificaciones: obedecer a un plan divino —«creced y multiplicaos»—, prolongar la vida del clan, pero también honrar y reencarnar a los antepasados.
La procreación convierte al individuo en el eslabón entre el pasado del que procede y el futuro al que da origen. Ninguna otra especie entierra a sus muertos, ni se proyecta en el futuro de su linaje o tribu. Tampoco ninguna honra a sus tótems ni a sus hogares. El hombre es el único en saberse hijo de unos y padre de otros. Y, tras varios milenios, algunos pueden llegar a vivir tantos años como para conocer una descendencia más lejana y disfrutar de ello y sentirse orgullosos.
Si Montaigne, que dudaba sobre el apellido de sus hijos, más aún sobre sus nombres, y no conoció más que a los supervivientes, soñaba con pasar unos días en una familia que habitara en el año 2006, sin duda se quedaría estupefacto ante los ríos de tinta que se escriben alrededor de las cunas. El individuo ya no tiene la misma percepción de sí mismo: antes de Descartes, uno «era el hijo único superviviente de…» y honraba a su linaje, uno se anulaba, a su pesar, en beneficio del interés de la familia.
Nada de eso ocurre hoy en día: cada uno vive para sí mismo y los tiempos han cambiado. Pero un sentimiento central persiste: la alegría de procrear y el deseo por los niños, incluido, formulado. El niño trae consigo un mensaje de esperanza en el futuro que es compartido por los abuelos. Desde su condición de ancestros, siempre han tenido una función simbólica. Y la siguen conservando, aunque desde nuestro tiempo su preferencia va en aumento ante la realidad cotidiana.
El deseo de tener niños, un deseo inmortal
El deseo por los niños no conoce edades. Futuros abuelos pueden corroborarlo: ocurre que algunas parejas maduras, a pesar de contar con una nutrida descendencia, se permiten el placer de un último hijo que tendrá la edad de sus sobrinos y nietos. Pero este comportamiento también tiene excepciones: cuando son sus hijos los que están en edad de procrear, los padres sienten la mayoría de las veces que su hora ha pasado. Y ya no quieren tener más niños. Si bien es cierto que «desear» y «querer» no son sinónimos.
«Desear» conlleva un impulso espontáneo del ser que no deja intervenir al espíritu crítico racional, mientras que «querer» es un acto psíquico, reflexivo y consciente. Una persona puede «desear» tener un niño y no «querer» hacerlo. Las razones objetivas de no querer hacerlo pueden ser tanto justificadas como posibles, y la persona pueda estar convencida; su deseo por tener un bebé no es para menos. La prueba es que el número de accidentes en los métodos contraceptivos, descuidos a la hora de tomarse las pastillas, en resumen, de actos carentes de éxito que desembocan en un embarazo no querido—más bien no deseado—, sobre todo en el caso de mujeres que han sobrepasado los cuarenta. Y más tarde aún, algunas mujeres explican a veces que en sueños están estiradas en una cama, en un hospital, con un bebé en brazos y buscando la canastilla.
Podemos citar incluso el libro del Génesis, donde Sara espera un hijo con noventa años y Abraham era centenario: la fecundidad es una bendición del cielo a la que uno no debe renunciar. Las mujeres están obligadas por naturaleza. Algunos hombres fogosos imitan a Charles Chaplin y anteponen el placer a la realidad. Con todo, la mayoría se inclinan ante esta última y consideran el tiempo y los esfuerzos necesarios para criar un hijo. Y ya no quieren tener más.
No obstante, el deseo persiste, más bien por poder. Es el deseo del nieto. Implica renunciar a ejercer la primera función que ahora recae en los propios hijos convertidos en adultos, en padres virtuales. Aceptar que uno tiene un papel secundario, incluso antes del anuncio de la llegada de un nieto, es una de las condiciones para un buen entendimiento con los jóvenes padres, puesto que será lo que les permitirá ocupar enseguida el sitio reservado a los abuelos.
Tener un papel secundario implica, en primer lugar, admitir que uno no tiene el control de la situación: no puede preguntarles a los hijos «cuándo vais a decidiros». Por lo general, ellos mismos deben ser lo suficientemente versátiles con respecto del tema de un futuro embarazo y han de hacer gala de una remarcable discreción: asociara los padres en el proyecto de ellos consiste en dejarles entrar en su intimidad, aceptar sus presiones y sus luchas de influencia, revelarles eventuales tensiones de pareja, exponerse a su intromisión. Numerosas obras de psicología, entre otras, ponen en guardia a los jóvenes ante estos peligros que conlleva la vida familiar.
A pesar de todo, se puede adivinar el deseo de tener un hijo de la joven pareja, aunque no lo hayan manifestado. Los futuros abuelos puedan constatar que casualmente la mujer ha dejado súbitamente de fumar y que ya no quiere beber vino. Cualquier comentario al respecto comportará, casi con total certeza, una negación.
Y el inicio del embarazo, tal vez fácil de adivinar, quedará a menudo en secreto durante algunas semanas. La joven pareja, feliz por haber completado con éxito lo que ellos consideran un milagro, engendrar una vida, se aprovecharán de la felicidad o trabajarán en busca de un nuevo equilibrio, sin hacer partícipe a nadie de ello; el miedo ante una posible decepción tal vez sea lo que justifique su discreción.
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