
Atreverse a ser madre en el hogar – Dare to be a mother at home
El siguiente texto es un extracto del libro Atreverse a ser madre en el hogar(ISBN: 9781683255321) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Marie-Pascale y Delplancq-Nobécourt, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.
Entre satisfacciones y frustraciones: una situación incómoda
Hoy día, en estos primeros años del siglo, no está bien visto ser ama de casa.
«Ama de casa»: la propia expresión resulta anticuada. ¿Qué decir entonces de «madre que trabaja en casa» o «madre dedicada al hogar»? Resulta extraño definirse haciendo alusión a un lugar… Quienes desarrollan una actividad profesional no se presentan refiriéndose a su lugar de trabajo, sino por su función o su cargo.
«¿En qué trabaja usted?», «¿A qué se dedica?». La respuesta estas preguntas es lo único que hoy día otorga a cualquier persona el privilegio de la existencia. Si alguien responde «No trabajo en nada, no hago nada» o bien «Me ocupo de mis hijos», si es que se desea ser positivo, ya se puede prever que el diálogo acabará ahí, puesto que no hay nada más que decir. A veces, sería agradable contar más detalles, explicar las decisiones tomadas, la evolución personal, en cierto modo, presentar una disculpa: «¿Sabes? Hace unos años tenía títulos y una profesión interesante…». Sin embargo, en la actualidad sólo cuenta lo inmediato y cualquier mujer se vuelve inexistente, un ectoplasma, una especie de anomalía social en vías de extinción, si vive fuera de la apasionante carrera del mundo laboral remunerado.
Una decisión meditada
Así pues, ¿es posible entender que se puede ser «madre dedicada al hogar» tras una profunda reflexión y por elección y decisión propias, y no por pereza u ociosidad, ni tampoco por incapacidad para otras cosas?
Desde mi perspectiva personal, el alejamiento del trabajo profesional ocurrió suavemente, a medida que los hijos exigían más y que mis aptitudes laborales se desgastaban a fuerza de establecer otras prioridades. Tal vez nuestra familia fuese un poco más complicada que otras, con dos hijos del primer matrimonio de mi marido y tres comunes. Siete personas en casa y dos generaciones de hijos: dos mayores y tres pequeños… Hacía falta mucha energía y tiempo, para todos y para cada uno, para que la casa funcionase como un reloj y para que cada uno hallase lo que precisaba. Por ello, se imponía la necesidad de una dedicación completa durante unos años, aunque, por supuesto, sólo sería temporal.
Actualmente, los mayores han dejado la casa y son autosuficientes, y los pequeños estudian en el instituto. A menudo me tienta volver a trabajar, recuperar una labor social valorada y un sueldo; sin embargo, con el paso delos años, la reinserción que parecía evidente resulta cada vez más problemática. No dejo de aplazarla, ya que, contrariamente a lo que suele creerse, la primera infancia noes el periodo en que es más necesaria la presencia de la madre junto al hijo, sino la adolescencia y los años del instituto. Se trata de una edad peligrosa que requiere aún más atención, apoyo escolar, tiempo y comprensión, pues los peligros son grandes y el menor «fracaso» escolar se convierte prácticamente en irrecuperable. Los adolescentes de hoy viven en un mundo mucho más duro que el que nosotros conocimos a su edad, un mundo que no cuenta demasiado con ellos y que tampoco los perdona fácilmente.
A pesar de todo, hacia la edad de 10 años, se pide a la mayoría de los niños que sean bastante independientes; muchos tienen llave de su casa y vuelven solos; allí los espera la televisión, a la que se califica a menudo de «primer canguro de Europa», y el teléfono móvil. Se encuentran solos frente a los deberes escolares y los problemas cotidianos, pues en el instituto se enfrentan a diario con todo tipo de conflictos con sus compañeros: dramas, penas, pruebas, a veces tonterías, violencia, injusticia, droga…Están sometidos a muchas influencias que, para poder analizarlas y afrontarlas, exigen ser expresadas y comentadas con un adulto en el momento en que suceden. Eso significa estar ahí en el momento adecuado. A menudo, cuando cruzan la puerta y dejan la mochila es el momento en que puede verse en su rostro la preocupación, la contrariedad, a veces el sufrimiento, en definitiva, que «ha pasado algo». Un poco más tarde, vuelven a su rincón, se han «recompuesto», han desaparecido los indicios que los llevarían a confiar en un adulto, que puede ayudarles escuchándolos, desdramatizando la situación, en ocasiones, incluso, interviniendo ante el centro escolar. ¿Cómo se puede aprender a prestarles la atención requerida y a comunicarse con ellos si no es compartiendo todo el tiempo posible y aprendiendo con paciencia a descifrar sus pensamientos y a enseñarles a confiar? Este aprendizaje no se improvisa, se «teje» día tras día.
Cuando pienso en esos años y en esas decisiones sucesivas de dedicarles a los niños cada vez más tiempo, sé que, si tuviese que volver a hacerlo, no sabría actuar de otro modo. Cada familia es una unidad singular, que funciona según su alquimia particular. Para mi marido y para mí, la nuestra era una prioridad absoluta. Había que construirla a pesar de las adversidades, por eso pusimos toda nuestra energía para tratar de conseguirlo. Nuestros hijos siempre estuvieron por delante de todo lo demás: incluso, por delante de nuestra propia «realización», según los criterios actuales del bienestar individual, pero no sería justo decir esto, pues nuestra felicidad y plenitud radicaban exactamente ahí. Quisimos compartir la infancia y la juventud de nuestros hijos, ofreciéndoles grandes dosis de juegos, atención, éxito escolar, cultura, estabilidad, sólidos vínculos familiares y sociales, para tratar de ayudarles a convertirse en adultos felices. Ambos sabíamos que la vida no es siempre un camino de rosas, y cada uno teníamos a nuestra espalda dolores y penas; de ahí tal vez ese profundo sentimiento de qué debíamos dedicarles todo el tiempo que pudiésemos para dotarlos de armas con las que afrontar un futuro siempre incierto. Comparado con eso, el éxito profesional no vale tanto; por eso, decidimos que uno de nosotros debía estar ahí. Y así, al no poder simultanear los compromisos laborales con nuestra situación familiar particular, opté por convertirme en una madre dedicada al hogar. No tiene nada de ejemplar: se trata simplemente de una respuesta personal a una situación personal.
No cabe duda de que la mayoría de las familias, teniendo en cuenta sus circunstancias particulares y sus prioridades, consiguen compaginar la vida familiar y profesional de los cónyuges; pero está claro que otras deciden organizar su vida de otro modo. Así pues, esta sociedad que exalta la libertad individual y la riqueza de las diferencias, ¿no podría limitarse a tomar conciencia de todas esas diferencias sin juzgar ni etiquetar?
Aunque esta opción corresponde a una convicción íntima y a una inclinación evidente, la vida de madre que cuida de su hogar no es siempre tan serena como cabría imaginar.
Enfrentada de forma constante con la imagen negativa que le devuelve la sociedad o, mejor dicho, con la «no imagen», sólo puede hallar en sí misma su propia «seguridad”, a menudo contra su pasado, sus decisiones anteriores, sus ambiciones arrinconadas. La mayoría de las madres dedicadas a cuidar de su familia del año 2000 fueron educadas para ser mujeres activas, con una profesión, y por eso estudiaron y trabajaron durante varios años. Dado que el papel que asumen hoy no disfruta de ninguna consideración social, ¿cómo no van a sentirse un poco frustradas al tomar conciencia de que todas sus capacidades y conocimientos, antes reconocidos, ahora están desaprovechados e incluso se han quedado desfasados? ¿Cómo no se van a sentir atormentadas si todo ese tiempo dedicado por completo a las tareas del ámbito privado, como dicen los sociólogos, no tiene ningún valor social?
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