Deporte y salud

Historias de penes. Los males del sexo – Penis stories. The evils of sex

El siguiente texto es un extracto del libro Historias de penes. Los males del sexo (ISBN: 9781639192779) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Ronald Dr. Virag, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.

Los males del sexo

Tras casi veinticinco años dedicados a escuchar cómo hombres y mujeres contaban sus problemas íntimos, llegué a la convicción, cuando no a la certeza, de que el temor al fracaso es el principal problema sexual masculino, y de que deteriora la vida sexual y afectuosa de muchas parejas, a pesar de que existen recursos médicos para ponerle remedio.

Este temor al fracaso surge sobre todo en las primeras experiencias sexuales, o es consecuencia del deterioro de la erección por problemas de salud, conflictos de pareja o incluso por situaciones trágicas. De hecho, dicho temor está latente en la cabeza de todos los hombres.

Hace una veintena de años tuve la oportunidad de descubrir, gracias a la inyección de papaverina, un proceso sencillo para provocar la erección, mediante el que pude observar el abismo que separa la sencillez de la técnica (la obtención de erección) de la complejidad de su empleo (la experiencia sexual) frente al compañero, el medio y, sobre todo, ante el tabú que persiste a pesar de la aparente relajación de las costumbres. Los individuos nunca son lo que algunos estudiosos que rrían que fuesen. He visto cómo muchas vidas se truncaban por mera oposición a la innovación (que resulta peligrosa) o por la insistencia en ideas inculcadas (si está en la cabeza, habrá que empezar a tratar la cabeza). En la actualidad todavía hay que luchar para que la verdad se imponga: los males del sexo pueden curarse. He aprendido que a veces se arregla el mecanismo sin eliminar las huellas del pasado y que, detrás del órgano en cuestión, está el individuo. También he vivido el escepticismo de la profesión ante la medicación objetiva de la sexualidad, su reticencia a admitir un proceso sencillamente clínico y humano, y su cambio actual con la aparición de pastillas a las que consideran, gracias al apoyo de una mayoría del público, como capaces de eximir cualquier procedimiento de diagnóstico.

Simon C. tiene cuarenta y ocho años. Hace poco me envió una carta con motivo del nacimiento de su primer hijo. Hace unos diez años vino a mi consulta y, tras determinarle un tratamiento, lo perdí de vista. La modestia del terapeuta se ve tocada, ya que no puede recibir estos testimonios tardíos sin experimentar cierto orgullo, al tratarse de la prueba viviente de la eficacia de su intervención. Me he acostumbrado a denominarlos <bebés de la papaverina>. Con todo, la redacción de Simon desprendía mucha nostalgia, manifestada por la necesidad que tenía de volver a contarme su historia:

Doctor, no me cabe duda de que, si le hubiera conocido antes, mi vida hubiera sido diferente. –Cuando pienso en los años de sufrimiento que he pasado! La pesadilla de mi primer fracaso y el rechazo que le siguió… La soledad… Y el nuevo y doloroso fracaso con el que había identificado a la mujer de mi vida… Ocho años de desgraciados intentos. Quería un hijo mío, por el método normal ·decía· sin recurrir a la inseminación artificial. Yo me bloqueaba, deshecho por la idea de volver a fallar. Y cuanto más lo intentábamos, menos funcionaba. Estaba tan avergonzado que acabé inventándome cualquier excusa para no volver a fallar. Provoqué la ruptura para poner fin a nuestras desgracias conyugales y, con treinta años, me quedé solo. Me sumergí en la vida profesional y, aunque conocí a mujeres que se interesaban por mí, yo las evitaba, sobrecogido por el pánico desde el momento en que se perfilaba la perspectiva de pasar a la acción. Después apareció Annie que, movida por un sentimiento verdadero, me condujo hasta usted, y así pude liberarme. Por fin fui un hombre completo. Nos casamos, y Annie me animaba permanentemente, ya que no sólo me amaba, sino que, según decía, nunca había tenido un amante mejor. Sin embargo, mi felicidad estaba un poco empañada, atenuada por todos esos años perdidos y el recuerdo de mi primer amor arrebatado. Tras volver a ver a la responsable de mi primer amor imposible, casada con otro, madre de tres hijos, y sin esperanza de volver con ella, me sometí a una psicoterapia complementaria con el fin de reconciliarme con ese pasado. Así fue como acepté al hijo de Annie, y lo hice con una profunda alegría.

Qué le pasaba a Simon C.? Realmente era impotente? Está curado en la actualidad? La anatomía y la fisiología de Simon C., según reflejan los datos de su historia médica, parecen normales. Se trataba de un caso típico de ansiedad del rendimiento sexual que después se convirtió en una auténtica angustia por el fracaso.

La historia de Simon C. es similar a las de miles de hombres. Cuando se les pregunta si limitan su actividad sexual por temor al fracaso, tres de cada cuatro hombres que acuden a un especialista por dificultades sexuales responden de forma afirmativa. Con independencia de que dichas dificultades procedan de un bloqueo psicológico o de verdaderos problemas de salud, la víctima desarrolla de inmediato un miedo obsesivo a no poder conseguirlo, que rápidamente ocupará todo el espacio de su sexualidad insegura. Según los testimonios recopilados, este miedo aparece rápidamente, en ocasiones a partir del primer fracaso y a veces afecta incluso a muchos jóvenes antes de que experimenten sus primeras andanzas. Después, cuando más tarde todo vuelve a su cauce, de forma espontánea o con un tratamiento, el temor al fracaso acecha, listo para aparecer a la mínima ocasión, bien de forma fútil, como un fracaso puntual, bien de forma más seria, como un cambio de pareja.

El denominado sexo fuerte es en realidad débil, y eso le desquicia rápidamente, puesto que es incapaz de esquivar la hora de la verdad, la de pasar a la acción, a no ser que sea huyendo de esta. Y no hay nada que le provoque menos indiferencia que la acción de penetración, que no sólo le procura placer, sino que también le permite afirmar su virilidad, es decir, afirmarse a sí mismo. Efectivamente, en la parte más compleja de su cerebro resuena la música de la satisfacción viril, más allá del manido principio del placer: penetrar y sentir la aceptación del otro al final de la espera. Y el fracas es, inevitablemente, la mirada del otro al final de una espera estéril. La mirada del otro, por muy compasiva que sea, es terriblemente denigrante y empequeñecedora. La voluntad sirve de poco.

Más adelante veremos que el proceso de erección es automático, algo inconsciente. Muchos son los que señalan la disociación existente entre las partes superior e inferior de su cuerpo, es decir, el intenso deseo en la parte superior y la total inercia en la inferior. Aún peor, ya que parece que cuanto más enamorados están los protagonistas, más intensas son las consecuencias de la ansiedad por rendir y, así, los conflictos de pareja surgen con facilidad. Al que no da la talla se le acusa de sentir poco deseo o incluso de no sentir nada en absoluto, lo que no hace más que empeorar el problema; a la pareja se le fustiga por su falta de entusiasmo. Se activa entonces la espiral del fracaso, que se grabará en la historia de la vida de cada uno de ellos según su temperamento: aislamiento, negación de la sexualidad, desviación, suicidio, multiplicación de las aventuras vistas como una posible terapia, o simplemente como un refugio en una relación insatisfactoria, pero sin riesgos, y aún peor: una sexualidad rechazada por la angustia del fracaso se paga con una pérdida de la imagen viril, con una falta de confianza en uno mismo que impide a la precoz víctima formarse de manera equilibrada. Cuando esto se produce más tarde por los caprichos del azar, puede llegar a desmoronar los equilibrios que poco a poco van cimentándose.

He aquí una prueba de lo contrario, por si se estima necesario: la transformación de los sujetos liberados de su ansiedad gracias al éxito obtenido con el tratamiento. La eliminación del temor al fracaso se percibe normalmente como una liberación y, con frecuencia, como una revelación. En términos generales, las palabras no me sirven para hacerme entender: el hombre se recupera, su mirada brilla y las arrugas que asoman por el contorno de los ojos reflejan con pudor su alegría personal. De repente, habla de ella: <No ha podido venir… pero le gustaría darle las gracias… Ahora, al hacer el amor, ya no nos da miedo mirarnos>.

En una visita reciente al campo, encontré en una perrera una magnífica perra de la raza poitevine. Tenía una mirada dulce con una increíble expresión que la distinguía entre una cuarentena de sus congéneres. Se la presentó para un apareamiento con un macho soberbio procedente de otra cría. Se miraron sin verse, se olieron bastante antes de que el macho montara, con bastante torpeza, sobre el lomo de su prometida, que a duras penas se mantenía sobre sus piernas traseras. La monta estaba resultando un poco inestable. El macho mostraba un cierto enloquecimiento que recordaba al estupor de las caras pintadas en las paredes de la Casa de las Tinieblas de Pompeya. La dulzura de la mirada de la hembra desapareció, y en su lugar reflejaba un aburrimiento latente. El criador que se encontraba a mi lado murmuró: <Ya está, ya la ha cogido>. En realidad, en una especie de baile grotesco, los dos perros hacían piruetas y, unidos por la parte posterior, se dieron la espalda durante un buen rato.

Me sorprendió pensar que el macho evitaba la mirada de la hembra y que esta se mostraba perfectamente indiferente a la dimensión de los órganos genitales del primero, a la calidad de su gesto. Se preocupaban más bien poco el uno del otro, de tal manera que les resultaba complicado percibirse al contonearse. En definitiva, tenían más bien poco que demostrarse y su amo les disculpaba por adelantado en caso de que se produjera un eventual intento fallido: <Ya sabes, a veces no pueden juntarse. En esos casos, se vuelve a intentar y al final siempre funciona>. Esto es todo lo contrario a las técnicas predicadas por algunos sexólogos, que recomiendan el alejamiento para que no se vuelva a repetir el trauma del fracaso.

Esta escena, experimentada e interpretada sin ningún tipo de antropomorfismo, fortalece mi idea de que lo que complica considerablemente la sexualidad humana es la mirada sobre uno mismo y la mirada del otro. De cualquier modo, el hombre se compone constantemente bajo la mirada de las mujeres. A fuerza de percibir todas esas miradas, la de la madre, la de la mujer ideal que ha imaginado, la de la prostituta que lo aborda sin agobiarlo pero que le habla con insolencia, la de todas las otras con las que se cruza y con las que podría intentarlo si no fuera porque…, se olvida de mirarse a sí mismo para saber quién es y qué es lo que desea realmente. El miedo, y el instinto y el amor, le sumergen y le ahogan. Qué puede hacer con esos fantasmas, con esa dicotomía provocadora del deseo y del amor? Todos los hombres se encuentran en algún momento en la situación de un pobre concertista que da un recital sin haber estudiado todos los recovecos de la partitura. Así, este concertista no podrá expresar la musicalidad de aquella, por lo que el concierto será mediocre. Curarlo de la ansiedad del fracaso significa, en definitiva, despojarlo de cualquier preocupación técnica para que, a semejanza de un virtuoso, pueda transmitir a su público, el otro, su verdadera visión del amor y de la vida, y así hacer que desaparezcan de esos momentos sublimes el espanto, el hastío o la incomprensión.

Mis pacientes me han enseñado que, en definitiva, una sexualidad armoniosa es el cimiento indispensable de la pareja, que las fantasías orgiásticas o la racionalización excesiva con la información supuestamente novedosa que niega la eterna oposición de lo masculino y lo femenino tan sólo son cortinas de humo que ocultan el malestar provocado por el temor al fracaso en el cara a cara amoroso.

Entonces, creeremos que todo va bien porque en la actualidad disponemos de medicamentos presentados a menudo como milagrosos. Nos tomamos una pastilla azul y una hora después alcanzamos la felicidad… Dejamos que un comprimido se deshaga en la boca y un cuarto de hora después ya estamos entonados…

La industria farmacéutica, tras quince años de vacilación, se lanzó a la conquista de este formidable mercado de la erección para todos. En unos años, la medicina del sexo pasó de la artesanía de unos médicos pioneros (que prácticamente llevaron a cabo todos los descubrimientos sin la menor ayuda de la industria) al marketing de las empresas que nos asestan con las pruebas del éxito: millones de dólares de venta y de publicidad.

Desde la primera muestra de la eficacia de la papaverina en 1982 (que no era en absoluto promocional, ya que en tal caso hubiera caído inmediatamente en el ámbito público) he visto cómo surgían en el mercado una decena de tratamientos con la etiqueta <tratamiento de la impotencia>. Todos sin excepción prometían un 80 % de buenos resultados, publicados en las revistas médicas más prestigiosas. Sin embargo, ninguno alcanzó, ni de lejos, dichos resultados en la práctica corriente, ni siquiera la Viagra, que ya se anun ciaba como <pastilla milagrosa? antes de su aparición.

La mayoría de estas estadísticas tergiversadas no resiste la prueba de fuego, cuando se pasa de la elección cuidadosa de los voluntarios reclutados en un estudio dirigido por el laboratorio promotor a pacientes elegidos al azar y visitados en consulta. Ahora bien, el paciente, y esto es lo más grave, sufre el fracaso de un tratamiento presentado como milagroso por la prensa, creyendo en los magníficos resultados aparentes.

En materia sexual, un primer fracaso terapéutico y la incertidumbre de los resultados posteriores se pagan al contado. El fracaso de un medicamento considerado eficaz traslada al enfermo a su soledad y con frecuencia al preludio del abandono de cualquier terapia por pérdida de la confianza en la medicina, percibida como una disciplina mentirosa e ineficaz.

Cómo hemos llegado a este punto? Debido al efecto reductor: al simplificar un problema eminentemente complejo como la sexualidad humana a la ingestión de un comprimido, al trasladar el desastre de la cama, como lo denominaba Tolstoi, a una cómoda medicina, al limitar la función del médico a la emisión de una receta. Muy a menudo, escucho las siguientes palabras: <Doctor, acudo a usted porque estoy desesperado… Lo he probado todo… Me han hecho pruebas… Me he sometido a estos tratamientos y nada funciona… Usted es mi último recurso>. Sin embargo, cada una de las historias sexuales es única, al menos para el que la vive. Se debe empezar escuchando al paciente, continuar con el análisis de los síntomas y la realización de los exámenes necesarios para el esclarecimiento de aquellos y, finalmente, elegir un tratamiento. <Nunca me ha bían hecho todo eso ·recalca el paciente que supuestamente había pasado por todo·, ni siquiera me habían examinado el pene>.

No obstante, todos los días puede leerse en la prensa especializada que informa acerca de los resultados de las denominadas conferencias de consenso que, en materia de impotencia, ya no vale la pena realizar análisis: basta con probar uno de los medicamentos disponibles y dejar a un lado el sentido común. Muchos médicos, muy poco familiarizados con estos problemas, se dejan influenciar. En general, sólo disponen de las fuentes de información que los laboratorios promotores suelen ofrecer a bombo y platillo. La lógica industrial exige el tratamiento para todos los públicos, mientras que los trastornos sexuales, más que cualquier otra patología, están sujetos a los avatares de la psicosomática y requieren unas soluciones a medida. Efectivamente, cada uno de los casos, como el de Simon, es único y requiere una evaluación exhaustiva antes de someterse a cualquier tratamiento.

Desde hace veinte años he dedicado una parte esencial de mi actividad profesional a la búsqueda paciente de la historia personal de los hombres y las mujeres que han venido a mi consulta. Los fracasos han sido menos numerosos que los éxitos, aunque siempre han dejado peor sabor de boca. He experimentado el dolor con el suicidio de dos pacientes, y el desasosiego frente a aquellos a los que nada funciona o que no consiguen superar su problema. Nunca he ido en contra del obligatorio acercamiento humano, ni de la norma absoluta de la honestidad de la información, por mucho que haya podido costarme. Y, además, gracias al tesoro inestimable de la experiencia, a partir de la exploración de la patología he ahondado en mi conocimiento de lo humano. El resultado son miles de números, índices, esquemas, imágenes, resultados estadísticos y, sobre todo, miles de historias, algunas de ellas ejemplares, que se reflejan en esta obra. Es- pero que todos sus protagonistas sepan que, si he contribuido un poco a cambiar sus vidas, según me hacen saber a menudo, ellos también han enriquecido la mía, y no saben hasta qué punto.

Este libro se nutre de ellos, ya que cada uno de los recortes de vida que voy a narrar es auténtico, eso sí, camuflado para preservar el secreto médico y profesional. Se trata de historias características, a menudo caricaturescas, de mi labor diaria: la escucha de la historia de los hombres y las mujeres que acuden a mi consulta. Reflejan el momento en que, antes de desnudarse, se despojan de su memoria y dejan en blanco su cerebro. Cualquier método médico, con independencia de su eficacia, tan sólo puede funcionar cuando esté razonado, cuando se acepte y cuando no se sufra.

Estos testimonios se desglosan en tres partes: la primera es la mirada sobre uno mismo, que pone de relieve la omnipresencia de la herramienta, el pene, que se encuentra constantemente bajo la mirada de su propietario; la segunda es el testimonio de la variedad de las motivaciones y de las situaciones que hacen que se acuda a una consulta, y la tercera habla de la mirada de las mujeres, presente en todas las historias de sexo. El conjunto de estos datos, recopilados gracias a la práctica diaria, conduce a una síntesis que constituye el epílogo de esta obra, la mirada del médico, que se completa con las indicaciones que esclarecen este conjunto de testimonios humanos.

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