Deporte y salud

La diabetes

El siguiente texto es un extracto del libro La diabetes (ISBN: 9781639199044) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Equipo de ciencias médicas DVE , publicado por de Vecchi /DVE ediciones.

Este libro está dedicado a los pacientes diabéticos, es decir, a aquellas personas afectadas por una enfermedad que, aun cuando ya no implica consecuencias tan graves como en otros tiempos, no por ello ha perdido sus características de patología potencialmente peligrosa. La diabetes continúa siendo un trastorno que modifica de modo sensible la vida y las costumbres del paciente, en tanto que le obliga a controlar la propia alimentación, a seguir un tratamiento continuado y, tal vez, a organizar su propio tiempo de forma diferente.

Todo esto no significa en modo alguno que el diabético deba considerarse o pueda ser considerado un inválido, ni tampoco que deba crearse un complejo de inferioridad con respecto a los familiares y amigos considerados «sanos». Esta enfermedad no debe condicionar la existencia de quien la sufre, hasta el punto de convertirse en fuente de pesimismo y amargura, unos sentimientos que, de producirse, acaban por ser más graves que la propia enfermedad.

La diabetes es una enfermedad crónica, no radicalmente curable en el sentido más amplio del término, es decir, con la completa y total desaparición de toda sintomatología, pero estamos en situación de afirmar que el peligro de complicaciones agudas (ceguera, gangrena de las extremidades, coma diabético) se pueden evitar en la mayoría de los casos. Todo aquello, que con anterioridad al descubrimiento de la insulina, en los primeros años de nuestro siglo, representaba una consecuencia temible de la enfermedad y quizá el preludio del fin, se puede hoy curar con una rigurosa terapia médica prescrita por el especialista, que es el único que conoce el alcance real del problema.

En esta enfermedad, como normalmente ocurre con todas las patologías, el éxito del tratamiento, las posibilidades de atenuar la gravedad de las manifestaciones patológicas y el hecho de evitar posibles complicaciones dependen esencialmente de la colaboración entre el paciente y el médico. No sirve de nada, por ejemplo, que el especialista establezca determinadas normas si el paciente no se aviene a ellas.

Con frecuencia los diabéticos están convencidos de que pueden excederse en la alimentación, aumentando después la dosis de insulina o antidiabéticos orales; es, sin duda un grave error, sería como lanzarse al fuego porque se tiene frío.

En realidad, salvo rarísimas excepciones, una línea de comportamiento correcta, una atención constante a las prescripciones del médico y en suma, una actitud consciente y responsable se observa generalmente tan sólo en pacientes «graves». La mayoría de los pacientes tienden, por el contrario, a minimizar la importancia de la enfermedad, sin que esta actitud pueda ser imputada tan sólo a la ignorancia, dada la amplia difusión del problema y la fácil accesibilidad de los recursos médicos.

La diabetes, en conclusión, debe ser considerada como una lucha constante a tres bandas: la enfermedad, el paciente y el médico; si bien los dos últimos se encuentran en una situación de alianza, sólo si el paciente no rompe este pacto la enfermedad puede ser derrotada. El paciente, de hecho, debe tener siempre a la enfermedad en jaque y no permitirle que emprenda una guerra relámpago, que consiga destruir el organismo en poco tiempo.

Si el paciente hace caso omiso de la enfermedad, pasando por alto las prescripciones del médico en lo que respecta a la terapia necesaria y a las normas alimentarias e higiénicas, conseguirá anular todo el esfuerzo del médico, que se verá obligado a combatir en dos frentes opuestos y contra dos adversarios: la enfermedad y el propio paciente.

Orígenes e historia

Es muy posible que la diabetes sea tan antigua en la faz de la Tierra como la propia esencia de la humanidad, pero sin duda, en los tiempos modernos ha debido aumentar su difusión, porque como tendremos ocasión de ver en las siguientes páginas, es muy posible que la diabetes sea fruto de errores dietéticos, de un régimen de vida excesivamente sedentario, del agotamiento y las tensiones nerviosas de nuestro vivir diario, factores todos ellos desconocidos por nuestros antepasados cavernícolas, cuya principal ocupación era asegurarse la supervivencia por medio de la caza y el nomadismo, que le obligaban al ejercicio físico y a la austeridad en la alimentación, poco propicios a la aparición de la gota, los cálculos renales, la obesidad, dolencias que parecen relacionarse entre sí, que no responden a ningún ataque microbiano, y con frecuencia son concomitantes o predisponen a padecer la diabetes.

Desde Egipto a nuestros días

Es en la avanzada civilización del Egipto faraónico donde hallamos la primera descripción de una enfermedad que presenta marcadas semejanzas con la que hoy conocemos como diabetes.

El papiro de Ebers (1552 a. de C.) hallado en una tumba de la ciudad de Tebas, habla de excesos en la secreción de orina y del método para combatirlos. Ya sabemos que se trata de un síntoma común a otras muchas dolencias, pero el doctor Agustí Pedro i Pons (1898-1971), uno de nuestros más eminentes internistas, indiscutible autoridad en la materia, la aceptó como diabetes. En el siglo I de nuestra era, Aulo Cornelio Celso, autor de la enciclopedia De re medica, personaje muy discutido (unos lo consideran como el «Cicerón de la Medicina», el «Hipócrates latino», otros lo declaran «hombre de mediocre ingenio», negándole el título de médico), habla ampliamente de la enfermedad, destacando como síndrome principal el de la orina nimia profussio (gran abundancia en la emisión de orina), añadiendo que el proceso «es indoloro, pero sí peligroso y con emaciación», provocando un marcado adelgazamiento del paciente y una intensa sensación de fatiga, tanto física como mental.

En el siglo II se ocupa de la enfermedad Areteo de Capadocia, quien, según parece, fue el que le dio el nombre de diabetes, del griego diabancin, que significa pasar a través o atravesar, sin duda referido a la rapidez con la que el organismo enfermo elimina los líquidos ingeridos. Otros autores asignan la prioridad en la utilización de la palabra a un médico turco, que vivió en el siglo II antes de nuestra era, del que no citan el nombre. De todas formas, sea quien fuese el introductor del vocablo, este cayó en desuso y no volvió a ser utilizado hasta el siglo XVI, cuando al hilo del Renacimiento el médico, poeta y humanista alemán Bruno Seidel le dio nueva actualidad.

La medicina oriental también conocía, desde épocas remotas, la enfermedad diabética. Como por aquella época en el Celeste Imperio predominaba el gusto por las formas sumamente correctas y ceremoniosas, con tendencia a buscar delicadas metáforas para sus expresiones, la llama- ron «enfermedad de la sed». Este fenómeno, que médicamente se conoce por el nombre de «polidipsia» (ansia por la ingestión de agua o cualquier otro líquido), es una lógica consecuencia de la poliuria (aumento de la eliminación urinaria), dada la necesidad del organismo de restablecer el equilibrio hídrico.

Mientras en Europa la enfermedad había pasado totalmente inadvertida, la medicina hindú había detectado, ya en tiempos muy antiguos, la presencia de una sustancia azucarada en las micciones de ciertos afectados de poliuria. En el Ayur-Veda, uno de los primitivos libros sagrados de la India, se cita el dulzor de la orina de algunos pacientes, que ejerce una poderosísima atracción en las hormigas. El interés hacia la dolencia no decayó ni en Oriente ni en Occidente y como veremos, su campo de acción se extiende, con mayor o menor intensidad, en todo el orbe civilizado. El médico persa Abu-Alí-Al-Hosain Abdallah Ibnisem (980-1037), más conocido con el nombre de Avicena, hombre de extraordinaria capacidad e inteligencia, que a los 22 años era autor de un Canon médico, base de muchos estudios posteriores, describe la gangrena diabética, una de las más temibles complicaciones de la enfermedad.

Entre los europeos hemos de citar a una de las figuras más sabias, divertidas y pintorescas que ha dado el oficio de curar. Se trata del suizo Felipe Aureolo Teofrasto Bombast de Hoenheim (1493-1541), nombre que, naturalmente, hubo de simplificar haciéndose llamar Paracelso. Según sus detractores —y, a decir verdad, tuvo muchos— pretendía con ello encumbrarse sobre el Celso romano, a quien ya hemos hecho referencia. Su aportación al estudio de la diabetes consiste en haber obtenido una «sal», no identificada, por evaporación de la orina de los afectados de poliuria.

Aunque con una descripción muy incompleta, se han ido sumando lentamente las características definidoras de la enfermedad: poliuria, polidipsia, emaciación, fatiga física e intelectual, casos de gangrena, presencia de residuo sólido en la evaporación de la orina; a partir de esta sintomatología y ya en el siglo XVI, como hemos dicho, Bruno Seidel sacó del olvido la palabra diabetes, reservando el de poliuria para otro tipo de trastornos: la excesiva evacuación de orina, no acompañada de los fenómenos patológicos antedichos.

A finales del siglo XVII, el médico inglés Tomas Willis (1621-1675) por motivos que ignoramos y que, para nuestra sensibilidad actual resultan bastante incomprensibles, tuvo la sorprendente ocurrencia de comprobar el sabor de la orina de los diabéticos. Si el hecho fue realizado por interés científico tampoco es cuestión de que nos escandalicemos; era, además, otra cultura en otros tiempos. En primer lugar, el concepto que nuestros antepasados tenían de la higiene era muy diferente al de nuestros días y las posibilidades de practicarla muy escasas; hasta hace relativamente pocas décadas el hombre vivía en espacios urbanos o rurales, sin las condiciones de habitabilidad que hoy tenemos; por otra parte, no se conocían aún otros procedimientos de análisis distintos al organoléptico para determinar la existencia del sabor azucarado. Conste que el método —especialmente en enfermos que hoy calificaríamos de poco poder económico—, ha perdurado hasta bien entrado este siglo, pese a la posibilidad de efectuar la determinación con reactivos químicos.

La experiencia de Willis fue repetida y comprobada un siglo más tarde por Dobson (1775); ello le hizo creer que en la orina de los enfermos se daba la presencia de miel o azúcar y la denominó «diabetes mellitus». Pocos años después, en 1778, Cawley demostró la existencia de lesiones pancreáticas en las necropsias realizadas a enfermos de diabetes mellitus, y Guillermo Cullen (1709-1790), estableció la primera diferencia radical en una dolencia que hasta entonces se había considerado única: la diabetes mellitus y la diabetes insípida, según se diera o no la presencia de una sustancia edulcorante en la orina. Estableció que se trataba de dos tipos distintos de enfermedad y que, probablemente, eran originados por alteraciones no relacionadas entre sí.

El final del siglo XVIII aporta numerosos conocimientos que se suceden prácticamente sin interrupción. El médico Juan Rollo, que, pese a su nombre claramente meridional, pertenece al cuerpo sanitario del ejército inglés, describe la catarata diabética (1796); Marsal (1798) llama la atención sobre el olor a manzanas podridas que se da en el aliento de algunos pacientes diabéticos.

El siglo XIX es también pródigo en descubrimientos. En 1815 Chevreul identifica el azúcar contenido en la orina de los enfermos como glucosa o azúcar de uva; Gregory en 1825 detecta la presencia de acetona en la orina del diabético comatoso; Trummer y Fehling (1850) dan a conocer sus reactivos químicos que permiten reconocer cualitativa y cuantitativamente la glucosa en la orina; Lanceraux (1877) y su discípulo Lapierre (1879) establecen la existencia de dos tipos de diabetes: el primero el de la forma grave y aguda, con marcado adelgazamiento, y el segundo, la forma crónica, más leve y generalmente concomitante con la obesidad.

Claude Bernard (1813-1878), a quien sus fracasadas ambiciones de dramaturgo le permitieron llegar a la cumbre de la medicina de su época, convirtiéndose también en un eminente filósofo, creador de una escuela, estudió el glucógeno y la función glucogénica del hígado (tema que trataremos ampliamente, dada su importancia). A principios de nuestro siglo, en 1901, el médico norteamericano Eugenio Lindsay Opie, dedicado desde muy joven al estudio de la anatomía y fisiología del páncreas, fue el primero que estableció la estrecha relación entre un deficitario funcionamiento del páncreas y la diabetes, demostrando que la enfermedad era debida a una alteración de los islotes de Langerhans, que constituyen la glándula secretora interna de dicho órgano, y que habían sido descubiertos en 1869 por el aún entonces estudiante de medicina en cuyo honor fueron bautizados.

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