Cultura, espiritualismo y creencias

El libro de las religiones monoteístas – The book of monotheistic religions

El siguiente texto es un extracto del libro El libro de las religiones monoteístas(ISBN: 9788431552817) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Patrick Rivière, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.

Si se ha convertido en norma común el hecho de vincular, al menos desde el punto de vista teológico, si no histórico, la paternidad del «monoteísmo» al patriarca Abraham, es porque, en efecto, tanto la Biblia, como el Evangelio y el Corán hacen referencia a ello.

No obstante, los tres textos sagrados revelados de las tres religiones que hacen alusión al «Dios único», el judaísmo, el cristianismo y el islam, dejan entrever diferencias dogmáticas que han costado a la humanidad muchos conflictos desde hace siglos.

Sin embargo, auténticas convergencias de opinión siguen siendo susceptibles de acercar a estos «tres pueblos del Libro», que adoran y veneran, en suma, al mismo Dios.

El humilde anhelo de esta obra consiste en compartir con el lector la «fe» de estas tres grandes religiones, su historia, sus ritos y sus tradiciones, así como su distribución y difusión por el mundo, en todo aquello que tienen en común o en lo que las diferencia, absteniéndose de dar lugar a cualquier polémica partidista en este sentido.

En la época de Abraham, es decir, hace aproximadamente unos cuatro mil años, unos nómadas o seminómadas convertidos en pastores veneraban ya lo que se ha acordado en llamar el «dios del padre», el dios de sus propios padres, de sus antepasados.

Es este dios quien los acompaña y los protege en sus peregrinajes. Como apuntó acertadamente Mircea Eliade, esta expresión («dios de mi/tu/su padre») será por otra parte citada a menudo en el Génesis bíblico.

En From the Stone Age to Christianity. Monotheism and the Historical Process,W. F. Albright escribe: «(…) las tradiciones bíblicas que afectan al dios de los Padres no son, como se ha dicho desconsideradamente, de origen secundario, sino el reflejo de las ideas religiosas de los hebreos pre mosaicos. El “dios de Abraham”; el padre (pahad) de Isaac; el “campeón” (abhîr) de Jacob; la traducción corriente de la palabra arcaica pahad por “terror” comportó muchas dificultades, dado que, sin duda, había que traducir por “pariente, padre”, como se haría más tarde en el Palmireno. La tradición hebraica representa a cada patriarca eligiendo a su propio dios, y escogiendo una manifestación diferente de Yahvé, el futuro dios de Israel».

Por otra parte, la influencia del poderoso dios, cabeza del panteón cananeo, El, tuvo que notarse en el Génesis bíblico: El Shaddaï, «El (Dios) de la Montaña»; El ‘Olam, «El que es eterno»; El Ro’î, «El que ve»; ‘Elyon, «El que es educado»…, tantos calificativos para designar finalmente al mismo Dios, Yahvé (YHWH).

Mircea Eliade afirma lo siguiente sobre ello: «En todo caso, una vez identificado El, el “dios del padre” obtuvo la dimensión cósmica que no podía tener como divinidad de familias y clanes. Se trata del primer ejemplo, atestiguado históricamente, de una síntesis que enriquece la herencia patriarcal. Y no será el único».

Sin olvidar de ningún modo el aspecto profundamente místico de la Revelación divina y de la «Alianza» (o pacto) concedida por Dios a Abraham, cabe reconocerle a este último el mérito de haber conseguido efectuar esta «síntesis» que le permitió ganarse en seguida fieles a su alrededor, que rezaban al fin al Dios único, convertido en Yahvé.

En cuanto al cristianismo, ¿fue el origen de un simple intento de cumplimiento o, incluso, de reforma del judaísmo, antes de que la influencia de San Pablo lo convirtiera en una religión propiamente dicha, la de Cristo resucitado, redentor de la humanidad?

En este sentido, la importancia que se concede a la concepción teológica dela «Trinidad» iba a constituir un tema suplementario de discordia y de intensa oposición por parte de los judíos y, más tarde, de los musulmanes, en consideración con la noción de monoteísmo.

En lo que respecta al islam, que se beneficia ya de la anterioridad de las dos religiones monoteístas precedentes, parece además haber heredado una forma embrionaria y original de «monoteísmo» en la Arabia preislámica, cuyos émulos, filósofos, poetas y visionarios («hanafitas») aparecen evocados (ocho veces) en el Corán con el término de hanîf. Esto no resta nada de importancia, de nuevo, a la Revelación divina recibida esta vez por Mahoma en la forma del Corán.

Cabe destacar que los cien nombres que designan a Alá (el centésimo de los cuales es impronunciable) sugieren los diferentes calificativos aplicados a Yahvé citados más arriba.

A todo esto hay que añadir que los creyentes de estas tres religiones del Libro, a pesar de todo, son llamados a convivir juntos en paz y armonía. ¿Acaso no comparten el mismo legado común, a través de Abraham, a quien apelan y cuyo nombre (de ab, abba), de origen semítico, designa al Padre? Muchos religiosos y teólogos son partidarios de un diálogo interreligioso y de una nueva forma de ecumenismo ampliado.

Con relación a este tema, meditemos sobre las palabras del escritor Julien Green, recogidas en su Journal: «Así pues, ¿cuándo se convertirán al fin las religiones en lazos entre los seres, y dejarán de ser justificaciones suplementarias para exterminarse?».

La revelación y el mensaje de las tres religiones del libro

El Judaísmo

Abraham Y La «Alianza Con Dios»

Según la tradición bíblica, el hebreo Abram —convertido luego en Abraham—fue elegido por Dios (Yahvé, Jehová o Elohim), de ahí el término Alianza, para convertirse en el antepasado del pueblo de Israel. Sus descendientes, tan numerosos como las estrellas del firmamento, según los textos, rendirán culto al «Dios único», sellando así la alianza con El Shaddaï (con el nombre de Yahvé): «Deja tú tierra, y tu parentela, y la casa de tu padre, y vete a la tierra que te mostraré. Y yo haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y ensalzaré tu nombre, y tú serás bendición. Bendeciré a los que te bendigan (…), y serán benditos en ti todos los pueblos de la tierra» (Génesis 12, 1-3).

 Dios se reveló a Abraham durante el II milenio a. de C., prodigándole estas promesas. Probablemente fuera entre los siglos XVII y XVIII a. de C. cuando Abraham, de cuya historicidad no se puede dudar, por ser legítima, abandonó la ciudad caldea de Ur para dirigirse a Harran, al noroeste de Mesopotamia. Luego fue hacia el sur, a Sichem, donde se alojó, antes de conducir sus caravanas entre Palestina y Egipto (Génesis 13, 1-3). En efecto, se trata de tribus nómadas que, por otra parte, más tarde darían origen a las «doce tribus de Israel”.

Como hemos apuntado en la introducción, conviene precisar que Abraham no tuvo ninguna dificultad en reunir a su alrededor a los pastores nómadas, familiarizados con el «dios del padre», dios del antepasado que los precede, una especie de «dios único» tutelar pero sin santuario, vinculado al grupo tribal de hombres al que acompaña y protege durante sus incesantes peregrinaciones.

El Shaddaï (con el nombre de Yahvé) había hablado así al patriarca hebreo: “Yo soy, y mi pacto será contigo, y vendrás a ser padre de muchos pueblos. Y desde hoy tu nombre no será Abram, sino que serás llamado Abraham [ab hamôn: «padre de multitud»], porque te tengo destinado ser padre de muchos pueblos. Yo te haré crecer hasta lo sumo, y te constituiré cabeza de pueblos, y reyes descenderán de ti. Y estableceré un pacto entre tú y yo, y tu posteridad en la serie de sus generaciones, con alianza sempiterna: para ser yo el Dios tuyo, y dela posteridad tuya, después de ti. A este fin te daré a ti y a tus descendientes la tierra en que estás como peregrino, toda la tierra de Canaán en posesión perpetua, y seré el Dios de ellos» (Génesis 17, 4-8).

Sara, esposa de Abraham, al ser estéril no había podido darle ningún hijo. Abraham lo obtuvo de su unión con su sierva egipcia Agar. Este niño llevó el nombre de Ismael. Sin embargo, más tarde, gracias a la promesa sobre este tema y a las bendiciones recibidas de El Shaddaï (con el nombre de Yahvé), Sara acabó dando a luz un niño llamado Isaac, sobre el que reposaría la descendencia establecida por Dios.

Abraham tuvo que llevar a cabo sacrificios en honor a su Dios; el primero, que sellaba la Alianza con El Shaddaï (con el nombre de Yahvé), comportaba partir una becerra, un carnero y una cabra, pero a ese sacrificio animal, en suma banal, tenía que seguir el holocausto del propio hijo del Patriarca, el joven Isaac, todavía niño. Y, a pesar de la abominación del acto que se le pedía que cometiera, Abraham se disponía a sacrificar a su hijo cuando, en el último instante que precedía a ese cruel asesinato, Dios detuvo su brazo y sustituyó al niño por un carnero cuyos cuernos acababan de quedar enganchados en un matorral vecino (Génesis 22, 1-19).

Así se expresó la «fe abrahámica», fe ciega y sin condiciones en el Dios supremo, aun cuando este exigía realizar una acción aparentemente incomprensible e injustificada, puesto que se trataba de un infanticidio, en este caso de su propio hijo. Dios había salvado a Isaac, pero Abraham había sido probado en su fe, que se había mantenido, a pesar de todo, firme, y había así superado con éxito la prueba de la duda para con su Dios.

La descendencia de los Patriarcas se establecería así, de Isaac a Jacob-Israel, hasta José, que fue virrey de Egipto. Luego llegó la época en que los egipcios oprimían a los israelitas (judíos), que fueron sometidos progresivamente a la esclavitud.

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