Deporte y salud

Cómo curarse con la homeopatía – How to heal with homeopathy

El siguiente texto es un extracto del libro Cómo curarse con la homeopatía  (ISBN: 9781639199099) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Giorgio Dr. Di Mola, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.

Proponer un método terapéutico alternativo a la medicina oficial despierta en el público una instintiva reacción de escepticismo y perplejidad, pero no menos de curiosidad. Como médico tradicional «convertido» también a métodos curativos no encuadrados en la medicina oficial, hace años que me veo obligado a mantener una pequeña batalla que me enfrenta a opiniones muy difíciles de cambiar, por cuanto se sustentan en una actitud de obstinada oposición, más o menos inflexible, o carecen de la menor voluntad de comprender.

Desde niños estamos acostumbrados a ver al médico y a la medicina de la siguiente forma: una persona nos hace una serie de preguntas sobre los síntomas del mal que nos aqueja, examina, toca, ausculta, y luego formula su parecer (el diagnóstico) sobre nuestro estado de salud (la terapia) en la que indica los fármacos que debemos tomar. Estos fármacos (los medicamentos) están compuestos generalmente de varios productos químicos, y casi siempre se reconocen por el gusto, el olor y la presentación; llevan un prospecto en el interior que explica el modo de usarlos («salvo contraindicación médica»), y contiene algunas advertencias de carácter general y particular sobre la mayor o menor toxicidad del producto (para dosis inapropiadas, en caso de embarazo, o para niños).

Cualquiera de nosotros, cuando ha estado enfermo, ha podido vivir una experiencia similar. ¿Quién no recuerda la típica visita del médico, las medicinas, el malestar causado por la enfermedad, más otros que se añadían provocados por el uso prolongado de los fármacos, inevitablemente tóxicos para un organismo que se encuentra sometido a prueba?

Estas consideraciones elementales nos brindan ya unos cuantos motivos para acercarnos a los métodos terapéuticos alternativos, como, por ejemplo, individualizar la propia enfermedad y con ello «personalizarla», o quitarse de encima la esclavitud de los fármacos, que tarde o temprano acaban siendo perjudiciales para el organismo. Si a ello añadimos el compromiso de aplicar únicamente métodos curativos «naturales» (es decir, en armonía con el medio en que vivimos), que mantienen casi todas las llamadas medicinas alternativas, se comprenderá enseguida el éxito incesante con que irrumpen en el mercado de la salud las prácticas médicas no tradicionales. Hoy más que nunca el hombre necesita sentirse en armonía con el Universo. Su intuición le dice que el estado de salud no es otra cosa que un momento de total armonía con la naturaleza, mientras que la enfermedad, por el contrario, es un desequilibrio de energías, de fuerzas no conjuntadas.

¿Acaso cabe otra explicación para las múltiples afecciones estacionales que nos aquejan, sean o no de tipo alérgico (gripes, polinosis, asma, etc.), para las molestias que se presentan periódicamente, como úlceras, cefaleas, cólicos, palpitaciones, o las dolencias que van estrechamente ligadas a las distintas condiciones atmosféricas (calor, sequía, viento, humedad)? ¿Y por qué razón, podemos todavía preguntarnos, en circunstancias idénticas no afectan a todos por igual las mismas dolencias?

Se diría que en la actualidad la medicina oficial no dispone del tiempo necesario para reflexionar sobre la dinámica de los cambios ambientales, naturales, atmosféricos, climáticos, que pueden condicionar la salud. Aun cuando admite y reconoce su existencia, no los trata como factores que deben ser respetados y asumidos (siendo, como son, inevitables), sino que los combate con medios que, en lugar de armonizar las diversas energías que ponen en juego, las hacen entrar en tal confrontación que necesariamente acaban aniquilando alguna. Bien es cierto que el organismo vence a menudo esa batalla, pero ¡qué precio tiene que pagar a cambio, y por cuántos traumas ha de pasar!

Baste pensar en la cantidad (y en la calidad) de sustancias que el enfermo se ve obligado a recibir, transformar y eliminar, hasta que logra vencer la enfermedad; sin referirnos a técnicas más agresivas y nocivas a las que tan a menudo se ve obligado a recurrir el médico tradicional (radiaciones, ultrasonidos, intervenciones quirúrgicas, etc.). Parece como si se hubiera olvidado que el verdadero objeto de la medicina es prever y prevenir el desarrollo de la enfermedad, para mantener el estado de salud. Así observamos hoy, como una norma, la actitud pasiva con que se sitúa la medicina ante los procesos morbosos, una posición de tipo antitético, de mantenerse a la expectativa; de esperar a que se haya manifestado la enfermedad para después combatirla con todos los medios de que puede disponer.

De este modo actúa la medicina que todos conocemos, una medicina «anti» o «contra» la enfermedad, como se prefiera llamarla, una medicina que cura las dolencias empleando sustancias que simplemente combaten los síntomas o el malestar (antineurálgicos, antigripales, antiheméticos, antihistéricos, etc.), sin tomar en cuenta el verdadero origen del mal, con lo que este puede reaparecer sucesivamente y revestir cada vez mayor gravedad y complejidad. De ese mismo modo nace también una cierta desconfianza ante la medicina oficial, a la que, sin embargo, no pretendemos discutir las importantísimas ventajas derivadas de la investigación científica, del progreso de las tecnologías, y de lo mucho que se ha avanzado en materia de diagnósticos; una medicina que con mucha frecuencia va más allá del objetivo que se ha fijado, quiza debido, precisamente, a un exceso de celo.

Pienso que casi todos, posiblemente a través de la experiencia de personas más o menos allegadas, hemos tenido ocasión de vivir el absurdo viaje a lo largo de innumerables exámenes médicos, pruebas y exploraciones a menudo costosísimas, repetidos internamientos y medicaciones de prueba. Los hospitales están llenos de estos pacientes cuya única grave enfermedad es la de haber entrado en una peligrosa espiral de exámenes, diagnósticos, tratamientos fallidos, más exámenes, etc. Como están llenos también de enfermos que padecen enfermedades yatrógenas, es decir, provocadas o mantenidas por el propio médicamento que debería combatirlas, a causa de la actitud mental a la que antes hemos aludido o por un uso inapropiado de los fármacos. Son enfermedades imprecisas, largas y difíciles de tratar. Un ejemplo de enfermedades yatrógenas, particularmente frecuente hoy día, son la gastritis o la úlcera provocadas por el uso de antiinflamatorios.

¿Significa que debemos rechazar esta medicina que no nos cura, o que incluso nos hace enfermar? Rotundamente no. Cada método curativo tiene sus límites y sus «achaques», y nunca debiéramos confiar plenamente en quien nos propone un método como único válido y seguro, sosteniendo que los demás no son más que una pérdida de tiempo. Sin embargo, tenemos todos obligación (y también derecho) a saber que se puede mantener la salud siguiendo otras indicaciones distintas a las que estamos acostumbrados, y que es posible controlar y curar la enfermedad mediante terapias que la medicina oficial no pone a nuestro alcance. El objetivo de este libro es precisamente orientar al paciente en el intrincado laberinto de métodos alternativos que le ofrecen para recobrar el bienestar, presentando y enseñando el modo de utilizar uno de esos métodos, la Homeopatía. Las razones que han motivado su elección, que espero se harán patentes a lo largo de estas páginas, se encuentran en los excelentes resultados que han proporcionado los principios homeopáticos cuando hay que adoptar una medicación preventiva y cuando se exige una curación sin traumas y sin riesgo de toxicidad. Tan sólo pedimos al lector que sepa olvidar por un momento sus muy justificados perjuicios y su loable escepticismo, para considerar a través de las palabras de un médico «oficial» la validez y la actualidad de la medicina homeopática.

La Homeopatía

¿Qué es la homeopatía? En primer lugar, es preciso dejar bien sentado que la homeopatía pertenece a las llamadas «medicinas naturales», o sea, aquellas terapias que están en armonía con las leyes y las energías que rigen y han gobernado siempre el universo en que vivimos. El principio fundamental de la homeopatía es precisamente la ley de similitud, anunciada ya por Hipócrates, padre de la medicina occidental y uno de los primeros médicos de la historia. Según esta ley de similitud (o «de los semejantes») cualquier sustancia que por naturaleza produce una enfermedad puede suprimir y curar la misma enfermedad que produce. Dicho de forma más llana: «La enfermedad se produce por los semejantes, y con los semejantes se cura la enfermedad». De ahí proviene el término Homeopatía, que significa literalmente «semejante a la enfermedad» (del griego: homoios = semejante y pathos = mal).

Pensará más de uno en el viejo y conocido refrán «un clavo saca otro clavo», o en la acción de las vacunas (puesto que, en efecto, también la vacuna produce una reacción en el organismo empleando sustancias que pueden provocar la misma enfermedad contra la cual protegen). Aunque esos ejemplos pueden ayudarnos a comprender el método homeopático, la homeopatía actúa de modo muy distinto. Se entenderá mejor después que hayamos puntualizado brevemente algunos aspectos. Ante todo, hay que señalar que las sustancias que cumplen la ley de la similitud se encuentran en los tres grandes reinos de la naturaleza: animal, vegetal y mineral. Al menos en teoría, pues, las sustancias de las que se puede obtener el remedio para curar homeopáticamente están al alcance de todo el mundo. En realidad las cosas no son tan sencillas, puesto que es necesario confrontar detenidamente los síntomas y los remedios para poder elegir la sustancia «más semejante» al mal que ha de curar. Esta es la misión del médico homeópata; en lo que nos concierne, para una aplicación más «casera» del método, nos limitaremos a asimilar unos pocos principios elementales. Hemos dicho que la historia de la homeopatía se inicia con el descubrimiento y la formulación de la ley de similitud o «de los semejantes»; sin embargo, tuvo que intervenir la intuición genial de un médico alemán que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII, para revalorizar dentro de la práctica médica el principio formulado por Hipócrates. Samuel Hahnemann, el padre de la homeopatía, nació en Meissen, el año 1755; era un médico extremadamente escrupuloso y atento que gozaba de gran éxito y popularidad cuando, profundamente insatisfecho por el modo en que se veía obligado a curar a sus enfermos, decidió retirarse del ejercicio de la profesión para dedicarse por un largo período a la meditación y al estudio. (Muchos médicos que después han pasado a utilizar métodos curativos tradicionales han vivido semejantes conflictos interiores.) Era la época de las cataplasmas, las purgas, las sangrías, los heméticos, y otros métodos no menos brutales y traumatizantes que seguramente debían despertar serios escrúpulos en la conciencia de los médicos más rigurosos y conscientes. Releyendo antiguas obras de medicina, Hahnemann se sintió atraído por un tratado de W. Cullen, la Materia Médica, que inmediatamente empezó a traducir. La parte que más especialmente atrajo su atención y su curiosidad trataba de los efectos de la quinina sobre los campesinos que cultivaban la planta. Según Cullen, los cultivadores de quinina (el más conocido fármaco antimalárico) padecían unas fiebres similares a las que provoca la malaria. «¡Luego —pensó Hahnemann— la quinina, que cura las fiebres, en individuos sanos provoca los mismos síntomas de fiebre!» Aquí espero que el lector habrá advertido ya la coincidencia con lo que antes se ha dicho a propósito de la ley homeopática de los semejantes. Pero un médico de la categoría de Hahnemann no podía contentarse con lo que no pasaba de ser una simple intuición, y quiso experimentar personalmente si lo que afirmaba Cullen correspondía a la verdad. A fin de descubrir el efecto de la quinina sobre su propio organismo estuvo tomando trece gramos al día durante bastante tiempo, y todo se produjo, efectivamente, como había previsto: «… dos o tres horas después de haber tomado el remedio los síntomas se agravaban, luego disminuían, para reaparecer nuevamente cuando repetía la dosis…». En esas palabras se resume la primera experimentación clínica de la analogía homeopática. Con ella obtenía confirmación lo que antes era poco más que una intuición terapéutica: «Lo semejante se cura con los semejantes».

Hahnemann repitió después con otras sustancias la experimentación que había llevado a cabo con la quinina, y posteriormente otros seguidores y discípulos de su doctrina, describieron la sintomatología de cientos y cientos de remedios.

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