Cultura, espiritualismo y creencias

Las Cruzadas – La Influencia De Las Cruzadas En El Mundo Futuro(1096-1291) – The fantastic epic of the Crusades (1096-1291)

El siguiente texto es un extracto del libro La fantástica epopeya de las Cruzadas(ISBN: 9788431552770). Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Bernard Baudouin, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.

El Mundo Al Alba de La Primera Cruzada

Todas las epopeyas se inscriben en una época y un espacio que les son propios. Se entroncan con fenómenos históricos y culturales y toman de repente una dimensión fuera de lo común, elevándose al rango de aventuras que fascinan por su repercusión, sus extravagancias y sus excesos.

Todo en la epopeya denuncia y subraya lo extraordinario. Se multiplican los estímulos, los hechos chocan entre sí, el tiempo parece acelerarse. La historia se dispara, llevada y desarrollada al ritmo frenético de inesperados sobresaltos, de encadenamientos ilógicos, y parece alimentarse y consumirse por el fuego interior de pasiones que la superan.

Una luz diferente ilumina entonces los actos de los hombres, subrayando con acerba acidez y sin concesión la grandeza de sus elecciones, así como la fuente de sus pulsiones. Ya no es cuestión de trayectorias humanas, sino de destinos, de vida cotidiana, de saga dibujando los contornos y el soplo de una época.

Todo empieza siempre con una gran calma. Sólo algunos espíritus atentos perciben los signos anunciadores de lo que se prepara…

Contexto Histórico

Las Cruzadas

Contrariamente a la idea admitida en general, la epopeya de las Cruzadas no se inició en el umbral del segundo milenio, sino algunos siglos antes, en la lenta maduración de una forma de pensamiento que conducirá, casi irremediablemente, a un desencadenamiento espiritual y guerrero sin precedentes, a la exaltación de las Cruzadas de los siglos XII y XIII.

Porque la oposición, durante casi dos siglos, entre Oriente y Occidente, que cristalizará en forma de duraderos enfrentamientos entre dos religiones y dos conceptos del mundo no puede reducirse a algunas batallas y actos guerreros de gran repercusión. La objetividad más elemental exige una introspección mucho mayor, susceptible de revelarnos el verdadero alcance de los desafíos implicados.

Para entender el sentido de esta evolución es preciso regresar a los principios del cristianismo, cuando la Iglesia primitiva daba sus primeros pasos.

El Auge De Occidente

Cuando el profeta Jesús encabezaba lo que aún no era más que la secta delos cristianos, su mensaje no podía ser más claro: como los valores que predicaba eran eminentemente espirituales, rechazaba para sí mismo y para los que le acompañaban el uso de la violencia y de las armas. Al mismo tiempo, aceptaba someterse a la autoridad legal —es decir, en esa época, al Imperio romano, que era designado como pagano.

Se trata entonces de obedecer a Dios más que a los hombres, con el riesgo de aceptar el martirio de manos de los que, al no reconocer los preceptos divinos, representaban las fuerzas del Mal. Hasta principios del siglo IV, muchos cristianos, afirmando su fe en Dios y en Cristo, se verán así perseguidos y ejecutados por haber rechazado el uso de las armas y convertirse en soldados del emperador, ilustrando con su sangre el famoso mandamiento «No matarás» y subrayando con fuerza el pacifismo sin concesiones del cristianismo de los primeros tiempos.

Por una extraña ironía de la historia, algunos de esos mártires pacifistas serán beatificados posteriormente por la Iglesia cristiana… ¡antes de convertirse en los «santos patronos» de los caballeros que irán a lucharen las Cruzadas!

La conversión del emperador Constantino en el 313 y el Edicto de Tolerancia de Milán en el mismo año convirtieron pronto al cristianismo en la religión oficial del Imperio romano. Desde entonces, ya no era admisible el pacifismo: desde el año 314, el Concilio de Arles excomulgaba a cualquiera que rechazara tomar las armas en tiempo de paz. Y pronto San Agustín defenderá el concepto por el que, en algunas circunstancias, la guerra podía ser «justa» —seguía siendo un mal, pero necesario como «mal menor»—,lo que llevaba a cristianos sinceros y verdaderamente piadosos a participaren las guerras para que triunfasen la fe y la justicia.

Ciertamente, se establecieron protecciones que prohibían combatir con fines personales o luchar por otros objetivos que no fuesen el mantenimiento de la paz, la restauración de la justicia, la defensa de la patria o incluso el restablecimiento del derecho infringido. Además, la guerra solamente podía ser iniciada por una autoridad legítima, es decir, por el emperador.

Para legitimar esta nueva orientación, San Agustín invocaba las Santas Escrituras, subrayando con habilidad que Dios mismo ordenó las famosas «guerras de lo Eterno» para « […] castigar a los cananeos impíos e idólatras y realizar al mismo tiempo la promesa hecha a Abraham de dar a su descendencia la tierra de Canaán»,2 lo que significaba que la guerra podía ser «santa», ya que, en definitiva, emanaba de Dios.

Nació de este modo la noción de «guerra santa» o de «guerra sagrada», relacionada así con los escritos bíblicos. La guerra pasó de ser mala y rechazada a ser buena y legítima, ya que era directamente ordenada por el Eterno. A partir de este momento el cristianismo se acomodó más o menos bien a este carácter guerrero que sus pensadores más eminentes le reconocen actualmente.

La caída del Imperio romano, además de permitir la emergencia de los reinos bárbaros, contribuyó a reforzar el carácter bélico de los cristianos. Lo que fue un imperio se fragmentó en multitud de reinos, todos cristianos, pero también a menudo enemigos y rivales, lo que condujo en realidad a una multiplicación de los conflictos y empresas guerreras, donde cada parte afirmaba la «justicia» y «santidad» de la lucha que llevaba a cabo. Clovis 3 intentó poner remedio a esto, con sus victorias sobre los alamanes, burgundios y visigodos, reforzando notablemente el poder delos francos, pero persistió el desequilibrio.

Las Cruzadas

Carlomagno dedicó un tiempo a reconstituir la unidad imperial, pero su sucesor, Luis el Piadoso, no pudo evitar durante mucho tiempo los conflictos dinásticos con aires de guerra civil, que condujeron a la definición y la creación de nuevas naciones. Las invasiones de los sarracenos, los húngaros y los normandos acentuaron aún más la inseguridad del ambiente y trivializaron peligrosamente la violencia guerrera por múltiples razones, de las que muchas eran solamente sutiles excusas.

Sobre las ruinas del Imperio carolingio se estableció la feudalidad. La invasión de España por los musulmanes en el 711 atizó el desarrollo del sistema feudal, en respuesta a todo tipo de invasiones.

El siglo X vio así desarrollarse un régimen señorial que redefinió la explotación de las tierras y los hombres, que, en un plazo determinado de tiempo, aportaría un fruto inestimable para la pacificación de las regiones, el progreso de la cultura, el auge demográfico, el desarrollo de las ciudades o incluso la renovación del comercio, así como tantos otros signos que traducían una expansión real y duradera de Occidente.

Se reunían todas las condiciones para que surgieran las premisas de lo que serían las Cruzadas tres siglos más tarde. Para poder entender todos los matices, es preciso sumergirse de nuevo en el pasado, esta vez más allá de las fronteras de Occidente, donde desde mediados del primer milenio un profeta llamado Mahoma predicaba una nueva religión.

El Despertar De Oriente

Las Cruzadas

Cuando el profeta Mahoma murió en el 632, el islam ya se había convertido en una religión monoteísta ampliamente reconocida. Veintitrés años de revelaciones, que se consideraba que emanaban de Dios y fueron reunidas en el Corán, permitieron dar una nueva dimensión espiritual a muchos pueblos.

El islam estaba en pleno desarrollo. Con el advenimiento del Profeta, la sociedad musulmana se estructuró lentamente, luego evolucionó hacia un régimen que podría calificarse de «teocracia igualitaria».

Los primeros sucesores del Profeta —Abû Bakr, Omar ibn al-Jattâb, Uthmân, Ali — extendieron ampliamente la influencia islámica, primero con un avance por Siria-Palestina, luego con una nueva expansión en Siria, Irak, Irán y Egipto. Ya puede hablarse de un verdadero imperio «árabe y musulmán». El Imperio persa, Egipto y una parte de Libia se convirtieron también a la religión musulmana; luego les tocó el turno a los bizantinos, vencidos en Cartago.

La desaparición de Ali en el 661 puso fin al reino de los califas 13 que conoció el Profeta. Sus sucesores serán a partir de ese momento más políticos, a menudo más preocupados por el desarrollo del Imperio musulmán que por respetar al pie de la letra las enseñanzas de Mahoma. Así fue como aparecieron sucesivamente las dos principales dinastías políticas del mundo musulmán: los omeyas y los abasíes.

Durante el dominio de la dinastía omeya, las victorias militares permitieron extender todavía más los territorios convertidos al islam, no solamente hacia el este, hasta las fronteras chinas, sino también hacia el oeste, hacia el Magreb, luego en España, donde la invasión árabe-bereber rodeó los Pirineos por el este y superó con bastante amplitud el sur de la Galia; sólo sería detenida por el jefe de guerra Charles Martel en Poitiers en el año 732.

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