El chocolate
El siguiente texto es un extracto del libro El chocolate(ISBN: 9781644614808) Conocerlo, entenderlo, interpretarlo y ayudarlo, escrito por Enrico Medail y Marie Gosset, publicado por de Vecchi /DVE ediciones.
El alimento de los dioses: breve historia del chocolate
Entre historia y leyenda
Según los botánicos, el árbol del cacao crecía de forma espontánea ya 4.000 años antes de nuestra era en las cuencas de los ríos Orinoco y Amazonas. Los primeros en cultivarlo debieron ser los mayas, que lo introdujeron en el Yucatán durante las migraciones del siglo XVII a. de C. Desde allí el cultivo se difundió hacia el sur a través de los toltecas, el pueblo que precedió a los aztecas en la historia de Centroamérica.
El dominio azteca implicó la sumisión de los toltecas, de los olmecas y de todas las poblaciones que constituían el inmenso imperio de los adoradores del Sol y dela Serpiente Plumada, o Quetzalcóatl, el dios fundador de la estirpe y de la cultura precolombina de México. Los aztecas atribuyen el origen del cacao precisamente a Quetzalcóatl.
Sus semillas se consideraban un bien precioso, hasta el punto de que se les atribuían valores místicos y religiosos. Además, eran utilizadas como forma de pago y como unidad de cálculo. Por ejemplo, 400 semillas de cacao constituían un zontli, mientras que 8.000 formaban un xiquipilli. Pero su función más importante era culinaria, lo que no es de extrañar porque, después de tostarlo, molerlo, mezclarlo con un líquido y batirlo hasta que se volvía espumoso, el cacao se convertía en el principal ingrediente de una bebida espumosa llamada xocolatl. Se trataba de un preparado amargo y poco apetitoso que los aztecas bebían de forma habitual para eliminar la fatiga y estimular las fuerzas físicas y mentales; en definitiva, un instrumento para la supervivencia y la trascendencia.
Pero volvamos a Quetzalcóatl. Como todas las plantas de significado social y simbólico, también el cacao presume de un origen divino. Narra la leyenda que una princesa que guardaba las riquezas de su esposo, un gran guerrero que había partido a defender los confines del imperio, fue asaltada por los enemigos, que en vano intentaron obligarla a revelar dónde estaba escondido el tesoro. La princesa no habló, y los asaltantes la mataron. Y de la sangre vertida por la fiel esposa nació la planta del cacao, cuyos frutos, según la leyenda, ocultan un tesoro de semillas amargas como los sufrimientos del amor, fuertes como la virtud y rojizas como la sangre. Era el don de Quetzalcóatl a la fidelidad pagada con la muerte, la misma fidelidad que, en el inmenso imperio azteca, vinculaba los súbditos al emperador.
Un encuentro fugaz
Parece ser que los primeros europeos que entraron en contacto con la planta y los frutos del cacao fueron los hombres de Cristóbal Colón en el transcurso del cuarto viaje de exploración, entre 1502 y 1504.
Los barcos españoles, al llegar a la isla de Guanaja, frente a la costa de Honduras, fueron recibidos por una canoa indígena tripulada por veinticinco remeros. Estaba cargada de armas, telas, vasijas y pequeñas semillas oscuras que los indios usaban como moneda. Eran los frutos del árbol del cacao pero, como es natural, los navegantes españoles no podían saberlo, ni tampoco podían imaginar el tesoro que se ocultaba en aquellas pequeñas semillas. Es probable que se preguntasen qué extraño valor encerraban, pero en ese momento las cosas no fueron más lejos.
El regreso de Quetzalcóatl
A principios del siglo XVI Quetzalcóatl era un dios ausente. Había abandonado a su pueblo hacía milenios, cuando fue derrotado por otro dios, malvado y engañador. Sin embargo, había jurado que algún día volvería para vengarse y devolver a los aztecas el esplendor de antaño.
Quetzalcóatl, el dios blanco de un pueblo de piel oscura, había prometido que volvería desde el mar. Por ello, cuando en 1519 llegaron a Centroamérica los barcos de Hernán Cortés y bajaron de ellos hombres blancos y barbudos, los aztecas no tuvieron dudas: Quetzalcóatl, tal como dijo, había regresado desde el mar.
Moctezuma, el emperador y sacerdote de la época, acogió en persona a los hombres de Cortés, rindiendo así homenaje al hombre que al poco tiempo destruiría su reino y su vida. Junto a otros regalos, les ofreció el oscuro y aromático xocolatl, pero a los conquistadores les interesaba una única cosa, el oro, y no tenían tiempo ni ganas de «rebajarse» a conocer las costumbres de un pueblo que, a sus ojos, era bárbaro e infiel, y por consiguiente sólo despreciable. Así fue destruido el imperio azteca y, con él, todas sus maravillas.
No obstante, los hábitos cotidianos no podían borrarse de un plumazo. Bajo el dominio español los campesinos continuaron alimentándose de maíz y bebiendo el xocolatl, gracias al cual podían caminar durante horas por los impracticables caminos de montaña y doblar la espalda para el duro trabajo de la cosecha sin apenas advertir la fatiga. Entonces los españoles comprendieron por qué aquella bebida y aquella plantase consideraban tan valiosas, y desde ese momento también el cacao y el chocolate pasaron a formar parte de su botín de conquista.
El sabor mejora
Cortés volvió a la patria en 1528, y llevaba consigo, entre otras cosas, los frutos del árbol del cacao, que de inmediato suscitaron gran interés entre los botánicos, así como los utensilios para la preparación del xocolatl.
Al parecer, fue un fraile, Fray Aguilar, de la Orden del Císter, que viajaba con Cortés, quien hizo llegar el cacao al abad Antonio de Álvaro, del Monasterio de Piedra, Zaragoza, donde se elaboró el chocolate por primera vez en Europa.
La bebida en seguida pasó a formar parte de los hábitos de los españoles, que a la receta original añadieron, primero, guindilla y otras especias picantes para mitigar el sabor amargo y, luego, azúcar. Precisamente este último ingrediente contribuyó de forma considerable al aumento de la popularidad del cacao, hasta el punto de que España empezó a plantar árboles de cacao en sus tierras de ultramar.
La aristocracia española era la única consumidora en Europa de este alimento, que fue mantenido en secreto durante un siglo aproximadamente. Con el tiempo comenzó a consumirse, siempre en forma de bebida, con canela o vainilla incorporadas.
Poco a poco, el chocolate fue conquistando el corazón de sus consumidores, y se convierte en un producto de gran importancia, dedicándole escritos y tratados. Entre los escritos publicados, hay que destacar el del médico andaluz Antonio Colmenero de Ledesma, quien en 1631 publicó en Madrid Curioso tratado sobre la naturaleza y calidad del chocolate, el cual se convirtió en obra básica de referencia sobre el tema durante todo el siglo XVII.
A la conquista de Europa
En 1615 el cacao llega por fin a Francia. Su advenimiento se debe a la boda de la princesa española Ana, hija del rey Felipe III, con el rey de Francia Luis XIII. Por indicación de la recién casada se comienza a servir chocolate en la corte de Francia y, como tantas otras costumbres cortesanas, tomarlo se pone de moda en todo el país.
En el siglo XVII los holandeses, hábiles navegantes, disputan a los españoles la explotación comercial del cacao y conquistan el control del mercado mundial. Transportan desde América los valiosos granos, hacen escala en los puertos españoles y prosiguen hacia su país, donde el cacao es esperado por muchos entendidos y ensalzado por médicos ilustres casi como panacea de todos los males.
Probablemente el chocolate llega a Alemania hacia 1646 gracias a un estudioso de Núremberg, Johann Georg Vollkammer, que lo había probado en Nápoles. Pese a algunas vacilaciones iniciales, los alemanes lo adoptan de buen grado, pero el gobierno aplica tales tasas sobre el producto que muy pocos pueden permitirse su consumo.
Unos años más tarde, en 1657, los ingleses descubren el chocolate. Aunque al principio se considera una extravagancia y se limita a círculos restringidos, se populariza cuando se abren locales para su degustación. En 1674 un célebre café londinense, el At the Coffee Mill and Tobacco Roll, ofrece a sus clientes el chocolate no sólo como bebida, sino también en forma de pastelillos.
Por último, le llega el turno a Suiza. El burgomaestre de Zurich, Henry Hescher, durante un viaje a Bruselas bebe con entusiasmo chocolate. De regreso a su ciudad lo da a probar a sus amigos, que a su vez lo comparten con otros amigos y así sucesivamente. El entusiasmo es grande, pero nadie podía imaginar todavía el luminoso porvenir que tendría el chocolate en tierras helvéticas.
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